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El innovador se transforma en enemigo de todos los que se beneficiaban con el orden antiguo y no se granjea sino la amistad tibia de los que se beneficiarán con el nuevo.

Por Antonio Rodríguez Furones, catedrático en el Master International Management, el International MBA y el Executive Master en Gestión Pública, del IE Business School.

 

SOBRE EL AUTOR
Antonio Rodríguez Furones. Catedrático de Estrategia en el Master International Management, el International MBA y el Executive Master en Gestión Pública, del IE Business School.
Estudió el MBA en ESADE, en Barcelona y en Fuqua School of Business, Duke University – North Carolina, en Estados Unidos.

“Audentes fortuna iuvat” (“La Fortuna sonríe a los audaces”) escribió Virgilio (70 aC – 19 aC) en la Eneida, uno de los poemas épicos más importantes de la antigüedad. Mucho ha llovido desde entonces, pero la máxima sigue dando juego. No nos engañemos: el hombre es un animal de costumbres, por lo que precisa de audacia (valentía) para poder vencer su natural resistencia al cambio, y así romper con los esquemas mentales preponderantes que auto-limitan nuestras posibilidades en todos los sentidos.
De hecho, la resistencia al cambio es uno de los temas recurrentes en el managament. Y, si bien todas las personas admiten la necesidad de adaptarse en cada momento a una realidad cada vez más dinámica, la mayoría de nosotros presentamos consciente o inconscientemente una oposición a aquellas modificaciones que nos sacan de nuestra área de confort. Es una incertidumbre con la que se debe aprender a convivir. Es más, en el ámbito de la gestión “el cambiar” no es una opción, es un factor necesario para sobrevivir en los tiempos que corren.
En este sentido, Maquiavelo en su obra El Príncipe (1513) describe a la perfección las dificultades que encuentran aquellos que tratan de liderar estos procesos en las organizaciones: “[…] no hay nada más difícil de emprender, ni más dudoso de hacer triunfar, ni más peligroso de manejar, que el introducir un nuevo orden de las cosas. El innovador se transforma en enemigo de todos los que se beneficiaban con el orden antiguo y no se granjea sino la amistad tibia de los que se beneficiarán con el nuevo. Tibieza cuyo origen es, por un lado, el temor a los que tienen de su parte el orden antiguo y, por otro, la incredulidad de los hombres, que nunca se fían en las cosas nuevas hasta que ven sus frutos […]“

No risk, no glory!. Por tanto, un líder debería ser audaz. ¿O no?.
La anterior, como casi todas las frases categóricas requiere matizaciones. Durante la época gloriosa que finalizó en 2007, hemos contemplado empresarios-modelo reconocidos como arriesgados y “audaces” que llegaron a construir grandes compañías internacionales. Todos se comportaban igual (todos cayeron igual): apostaban por estrategias de crecimiento desaforadas aprovechando los pelotazos a los que accedían, escondiendo los problemas latentes en una permanente huida hacia adelante, a través de operaciones cada vez más comprometidas con las que, como densas cortinas de humo, trataban de ocultar las deficiencias que finalmente acabaron destruyendo esos proyectos empresariales. Gigantes con pies de barro.
Esta “audacia” no tiene nada que ver con la valentía que admiraba al principio del artículo. Existen comportamientos que son estéticamente audaces, cuyos planteamientos respecto a los paradigmas establecidos no dejan de ser una pose transgresora que, buscando una admiración fugaz, está asociada a la irracionalidad, la visceralidad y la inmadurez (“mi compañía es la más grande”, “me arriesgo más que la competencia”). Son decisiones que se agotan en sí mismas. Su finalidad es la propia toma de decisión, por lo que siempre concluyen en una espiral que genera situaciones sólo sostenibles con el viento a favor. En el momento en el que cambian las tornas, todos los problemas emergen en su faceta más virulenta.

Para mí no son audaces, son temerarios. La valentía no consiste en la ausencia del miedo, sino en la capacidad de superarlo. Y aquel que no tenga miedo o duda alguna es, como mínimo, un inconsciente o un fanático.
En un artículo anterior habíamos dejado a Alejandro Magno invadiendo oriente. ¿Un temerario aventurero?, ¿un líder audaz? Probablemente, la imagen más extendida hoy en día es la versión épica de su vida. Pero el macedonio distaba mucho de ser un insensato. Educado por Aristóteles, y formado de acuerdo con la visión más científica de la época, era un apasionado de la historia y la geografía. Su libro de cabecera era la Anábasis de Jenofonte, sin duda el testimonio escrito más útil para sus fines. Ciertamente era un genio militar en el campo de batalla (empleo combinado de falange y caballería) pero dotó a su ejército de una robusta logística desconocida hasta entonces, factor clave en el éxito de su campaña.
Más aún: tenía un programa político que combinaba la magnanimidad y el sometimiento del vencido (“El Príncipe debe ser amado y temido”, dirá Maquiavelo 1800 años después), que respetaba y trataba de incorporar las costumbres y la religión del pueblo conquistado, y que fomentaba el mestizaje (lo cual le supuso problemas con la nobleza macedonia). Formación, planificación y audacia para superar los inconvenientes que le separaban de su visión.
La auténtica audacia es un medio para conseguir unos objetivos, no es un fin en sí mismo. No confundamos a los audaces pioneros con los temerarios aventureros. Y no confiemos en exceso en la fortuna que, como diosa voluble que es, mañana nos quitará con creces lo que hoy nos ha dado.