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Los autores han escrito un libro que analiza, de forma agil y con multitud de ejemplos, los sesgos y errores más comunes a la hora de tomar decisiones.

¿Eres demasiado perfeccionista? ¿Sobrevaloras tus capacidades? ¿Confías demasiado en tu propia intuición? ¿Te dejas arrastrar por decisiones anteriores, aunque se hayan demostrado erróneas? ¿Eres racional o emocional cuando tomas decisiones?

Los profesores del IESE Miguel Ángel Ariño y Pablo Maella publican Con la misma piedra: los 10 errores que todos cometemos al decidir.

Se trata de un libro que analiza de forma amena y con multitud de ejemplos los sesgos más comunes a la hora de tomar decisiones. Diez errores que todos cometemos y que ellos identifican para que no tropecemos dos veces con la misma piedra.

1. Buscar la decisión perfecta
Buscar la perfección en nuestras decisiones añade una presión innecesaria y suele generar “parálisis por análisis”. A nadie le gusta equivocarse, pero hay que perder el miedo y asumir que decidir es tomar riesgos: unas veces acertaremos y otras no. El error forma parte del aprendizaje.

A la pregunta de cuál había sido la canasta que más le había dolido fallar, un conocido jugador de baloncesto norteamericano a punto de retirarse respondió: “Aquella que no me atreví a tirar”.

2. Ser poco realista
Tendemos a ver las cosas como nos gustaría que fueran y eso nos lleva a confundir los deseos con la realidad. Por ejemplo, el 75% de los conductores piensan que son mejores que la media, lo cual es estadísticamente imposible.

Ante una situación, solemos posicionarnos con una alternativa y no somos capaces de ver más allá ni de considerar que puede haber otras opciones mejores. Más aún: solemos magnificar sus aspectos positivos y minimizar los negativos.

Una práctica útil para evitar este sesgo es tratar de distinguir los datos (objetivos) de las opiniones (subjetivas).

3. Hacerse trampas
El modo en que nos presentan o presentamos una situación condiciona nuestra elección. Por ejemplo, cuando a ciertos pacientes de un tipo de cáncer se les informó de que la tasa de supervivencia un año después de una operación era del 68%, un porcentaje significativo aceptó operarse. En cambio, de otro grupo al que se indicó que el 32% de los operados fallecen antes de un año, nadie aceptó la intervención. Las dos informaciones dicen lo mismo, pero se presentan de un modo distinto.

Para evitar el autoengaño es importante generar alternativas, intentar ver las cosas desde distintos prismas y reposar la decisión.

4. Decidir según las modas
Hay algo peor que estar equivocado: ser el único que lo está. Hacer lo que hacen los demás es más cómodo y, sobre todo, nos protege del ridículo. De ahí nuestra tendencia a seguir la manada, aunque nos lleve al precipicio.

Ocurrió, por ejemplo, con la burbuja y posterior pinchazo de las empresas puntocom. Todo el mundo quería invertir en aquellas empresas tecnológicas de las que la mayoría de inversores no sabían apenas nada.

El problema de imitar y no pensar antes de decidir es que cortamos la posibilidad de generar alternativas válidas que tal vez sean más correctas que la que está de moda.

5. Precipitarse y arriesgar más de lo necesario
Antes de decidir precipitadamente, hay que analizar si la decisión es realmente urgente. Solemos precipitarnos porque así nos quitamos los asuntos de en medio y pensamos que somos eficaces. De esta manera, lo único que hacemos es arriesgar innecesariamente.

La causa directa del accidente de Chernóbil fue un riesgo innecesario durante una prueba de interrupción de la electricidad. Al querer aumentar la seguridad, se consiguió justo lo que se quería evitar: la explosión del reactor. No había ninguna necesidad ni urgencia por hacer esa prueba y sin embargo se hizo, arriesgando demasiado.

6. Confiar demasiado en la intuición
La intuición puede ser un elemento positivo, pero acostumbra a ser fuente de errores cuando le damos excesivo peso en detrimento del análisis. Además, conviene ponerla a prueba con experimentos de bajo coste.

No es lo que hizo en la década de los noventa Lee Kun Hee, presidente de Samsung, cuando decidió entrar en el sector de la fabricación de automóviles porque “intuía” que el mercado despegaría en Asia. El proyecto se saldó con unas pérdidas de 2.000 millones de dólares y 50.000 empleados despedidos.

7. Ser prisionero de las propias ideas
Nos cuesta modificar una decisión tomada previamente, aunque mantenerla se manifieste claramente ineficiente o perjudicial.

En 2003 se puso fin a los vuelos del Concorde, un avión comercial supersónico que nunca fue rentable. Pero tuvo que ser un fatal accidente, en el que murieron más de cien personas, lo que provocara su retirada. Desde el punto de vista económico, la decisión debería haberse tomado mucho tiempo antes, pero hacerlo suponía reconocer un fracaso. Y eso gusta muy poco.

8. No considerar las consecuencias
A veces prestamos poca atención a las consecuencias. O solo consideramos las más directas e inmediatas, sin tener en cuenta los efectos colaterales. Y eso puede generar problemas incluso mayores que los que pretendíamos solucionar.

Es lo que hicieron los máximos responsables del Titanic, que se empeñaron en llegar 24 horas antes de lo previsto a su destino para acallar a quienes afirmaban que un barco tan grande tenía que ser lento. Ese empeño les llevó a desoír las advertencias sobre la presencia de icebergs, que recomendaban aminorar la marcha. Querían llegar antes. Pero no llegaron nunca.

9. Sobrevalorar el consenso
Tendemos a pensar que las decisiones tomadas en grupo suelen ser más efectivas, pero no siempre es así. Las decisiones grupales también tienen inconvenientes: se tarda más tiempo en decidir, la responsabilidad tiende a quedar diluida y las personas acaban no diciendo lo que piensan por la presión del grupo y su deseo de ser aceptados.

Esto último ocurrió con el intento de invasión de Cuba por parte de la administración Kennedy. Lo que se suponía que debía ser un ataque “sorpresa” a la Bahía de Cochinos resultó ser un secreto a voces, pero nadie se atrevió a cuestionar la intervención por no aparecer como un “disidente”. Todos callaron cuando lo más sensato era, sin duda, abortar la misión.

Para evitar algo así, es importante rodearse de personas con puntos de vista distintos y que se atrevan a cuestionar nuestros argumentos.

10. No llevar a la práctica lo que hemos decidido
El proceso de toma de decisiones no acaba con la decisión, sino con la aplicación y el seguimiento de la misma. Sin embargo, a veces tomamos una resolución que nunca llega a aplicarse, ya sea por nuestras propias limitaciones (falta de voluntad, compromiso o tiempo) o por las que nos impone el entorno (falta de autoridad o de apoyo).

Por ejemplo, una multinacional decidió establecer una sede corporativa para el sur de Europa. Pero finalmente se descartó la idea para no contrariar a ninguno de los consejeros delegados de los tres países candidatos a alojarla, con el consiguiente perjuicio para el conjunto de la empresa.

Es básico considerar la aplicabilidad de una decisión. Y eso pasa por valorar nuestra propia capacidad para comprometernos con un determinado curso de acción y asumir que los demás también tienen sus propios intereses y necesidades.

Si tenemos en cuenta estos errores tan frecuentes, nuestras decisiones mejorarán sustancialmente.

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