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Cuanto mayor sea la cantidad (e importancia) de los vicios adquiridos, mayor será la catarsis que se necesitará para sobrevivir en los tiempos que corren.

Por Antonio Rodríguez Furones, catedrático del IE Business School.

SOBRE EL AUTOR
Antonio Rodríguez Furones. Catedrático de Estrategia en el Master International Management, el International MBA y el Executive Master en Gestión Pública, del IE Business School.
Estudió el MBA en ESADE, en Barcelona y en Fuqua School of Business, Duke University – North Carolina, en Estados Unidos.

 

El otro día mi amigo Paco Bedmar me pidió, para una de sus publicaciones, un párrafo sobre lo que, en mi opinión, es “un trabajo bien hecho”. Pensando en cómo enfocar el tema, me vino a la mente una de las clásicas paradojas del mundo empresarial: hay organizaciones que pueden llegar a dificultar el trabajo bien hecho por parte de sus trabajadores.
Que conste que por trabajo bien hecho, entiendo un desempeño eficaz y eficiente. Es decir, un trabajo técnicamente excelso pero fuera de plazo y que ha consumido tal cantidad de recursos que ha supuesto un dislate económico, o la ejecución de un estudio teórico que ha finalizado con un extenso informe pormenorizado que merecería ser una tesis doctoral, pero que ha llevado a la parálisis por el análisis, no son ejemplos de un trabajo bien hecho. Más bien al contrario, ya que pueden tener consecuencias lamentables. En el mundo de la gestión (como en casi todo en la vida) no hay que olvidar que lo mejor es enemigo de lo bueno.

En principio, toda organización, independientemente de que sea empresa, institución pública, colegio profesional…, se constituye para un determinado fin (misión), que trata de resolver un problema o necesidad existente (visión), funcionando de una determinada forma (valores). Es decir, la vocación de cualquier entidad pasa por ordenar sus recursos humanos, materiales e inmateriales para conseguir sus fines de la forma más eficaz y eficiente posible. Consecuentemente, es fácil concluir que las políticas de recursos humanos deberían incentivar el trabajo bien hecho desde el primero hasta el último de sus trabajadores, estableciendo pautas y procedimientos que respalden criterios meritocráticos.
Sin embargo, las necesidades a satisfacer y/o el nivel de exigencia para el cumplimiento de las mismas varían con el tiempo, como lo hace la tecnología o los recursos disponibles para poder afrontarlos, por lo que toda organización debería estar en permanente estado de adaptación, y eso choca con la natural resistencia al cambio a nivel individual y de grupo.
Además, y como sucede en cualquier grupo humano, la propia “historia” relacional de las personas que conforman la organización tiene un peso específico que, en ocasiones, condiciona esencialmente la toma de decisiones por encima de criterios de eficacia y eficiencia.

Las dos ideas anteriores cristalizan en fenómenos conocidos, como el nepotismo, favoritismo, amiguismo… así como en estructuras organizativas ancladas en el pasado que, en los casos más extremos, distorsionan el funcionamiento aplicando principios muy alejados de la meritocracia teórica, de forma que llegan a dificultar (e imposibilitar) la realización de un buen trabajo debido a cuestiones “sistémicas”: un procedimiento con unos requisitos desfasados que complican la ejecución de un proyecto, una contabilidad analítica que reparte recursos y horas a facturar entre proyectos en base a criterios discutibles, una cadena de firmas que torpedea la agilidad necesaria para cerrar un trato, un sistema de informes que fue útil en su día pero que en la actualidad está superado y/o incompleto, un sistema de retribución variable poco claro y con valoraciones arbitrarias… En ocasiones el sistema no sólo se impone a la persona sino que también pasa por encima del negocio.
Y todo esto frustra. Frustra mucho para quién ve en su trabajo algo más que la ejecución de tareas a cambio de una retribución que cubra sus necesidades materiales.
De hecho, la mejor forma para perder talento es “castrar” sus posibilidades para aportar valor en la organización, no reconocer los resultados obtenidos, apropiarse indebidamente del trabajo ajeno y observar que la evolución de la carrera profesional depende de los ismos anteriores.

Probablemente no haya un patrón universal que anticipe la detección de esta clase de comportamiento organizacional, cuya perpetuación en el tiempo (no olvidemos) es responsabilidad de los directivos, aunque sí podríamos aventurar ciertos aspectos que podrían aumentar la probabilidad de su aparición y consolidación:

■Organizaciones grandes fuertemente jerarquizadas: el orden se impone a la flexibilidad y un escalafón con muchos niveles puede dotar de un sesgo interesado al necesario filtro de información.
■Organizaciones con equipos muy consolidados (mucha historia), poco acostumbradas a cambios (actividades repetitivas) y dónde la carrera profesional (y el sistema retributivo) se fundamenta en la antigüedad (no en la experiencia o la valía) y, sobre todo,
■La ausencia de “tensión” en la exigencia de resultados que habitualmente procede de una fuerte competencia, puede generar una “relajación” en la toma de decisiones en el sentido descrito.
La crítica de estos comportamientos no (solo) procede de un imperativo ético. Todo lo anterior se traduce en ineficiencias que lastran (pérdida de buenos profesionales, caída del desempeño por falta de implicación, decisiones no siempre orientadas a la maximización del beneficio y los resultados de las compañías. Son “lujos” que la cuenta de resultados soporta en situaciones coyunturales positivas, pero que se ponen de manifiesto con toda su virulencia cuando el entorno se vuelve hostil.
Es más, cuanto mayor sea la cantidad (e importancia) de los vicios adquiridos, mayor será la catarsis que se necesitará para sobrevivir en los tiempos que corren.