Por Marcos Urarte, Presidente del Grupo PHAROS y Profesor de las universidades de Barcelona, Autónoma de Barcelona, Pompeu Fabra y Politécnica de Catalunya.
SOBRE EL AUTOR
Marcos Urarte. Presidente del Grupo PHAROS, Profesor de las universidades de Barcelona, Autónoma de Barcelona, Pompeu Fabra de Barcelona, Politécnica de Catalunya, Tech Talent Center de la UPC, Universidad Foro Europeo de Navarra, Universidad de la Empresa de Montevideo (Uruguay), Universidad de Artes, Ciencias y Comunicación (UNIACC) de Chile y Universidad de Israel, entre otras.
Estamos empezando a asistir tímidamente a la configuración de una nueva forma de pensar y hacer las cosas en el mundo de las organizaciones empresariales: Una nueva cultura que está descartando el antiguo supuesto de que sólo unos pocos en la cima de la organización tengan el conocimiento y la energía emocional suficiente para diseñar y poner en práctica eficazmente las estrategias de supervivencia y desarrollo de la empresa. Por otra parte, la predicción generada por expertos -ya sean internos o externos- no tiene el mismo valor que la visualización creativa y el consenso de valores y hábitos compartidos por todos.
La mayoría de planes estratégicos no animan ni entusiasman más que a quienes los han elaborado porque, además de carecer de alma, no se han basado en un auténtico diálogo organizativo y no están redactados para comunicar y entusiasmar, por lo que no cumplen ni de lejos con el objetivo de compromiso que pretenden. Acostumbran a ser más un ejercicio académico o un fruto de una consultoría de control de cuadro de mando que un discurso vívido y vivificante.
Según este planteamiento, resulta paradójico pedir a los miembros que se sientan realmente propietarios psicológicos de un sistema que ellos mismos no han construído.
Los líderes organizativos necesitan comprender que si los empleados han de ser creativos necesitan una visión y una misión en la que creer y necesitan ser tratados verdaderamente como personas, no como meros recursos. El problema radica en que, para la mayoría de altos directivos, la creatividad de sus empleados es más una amenaza que una fuente inagotable de ventaja competitiva, sobre todo cuando lo que se busca es únicamente la eficiencia de gestión económica a corto plazo.
Gestionar y liderar
Como dice Peter Ferdinand Drucker “gestionar es hacer correctamente las cosas, mientras que liderar es hacer las cosas correctas”, por tanto, si aceptamos esta premisa, liderar impone el decidir qué hacer. En muchas ocasiones el líder ha de plantearse una revolución y promover el cambio en situaciones muy estables pero con tendencia al agotamiento final o al caos.
El líder ha de decidir qué es lo que hay que hacer, en algunas ocasiones de forma solitaria, bajo presión y con una visión diferente a los demás.
Para conseguir los objetivos, el líder debe gestionar habitualmente con la duda, la angustia y el miedo y, como en el caso de la mujer del César, el líder tiene no sólo que estar seguro sino parecer seguro, aunque “caigan chuzos de punta”.
Gestionar correctamente estas emociones implica poseer un alto nivel de autoestima y asertividad, pero este puede ser variable y muchos factores pueden modificar esa conducta en cualquier momento.
Como líderes hemos de liderar nuestras vidas y, volviendo a la frase de Drucker, hemos de decidir qué hacer con nuestra vida y no simplemente gestionarla.
En los últimos años se han multiplicado las referencias al concepto del liderazgo. Yo mismo, en conferencias impartidas tanto en Europa como en América, he hablado en muchas ocasiones de la figura del líder, y de la necesidad de formar directivos con características de líder.
En estas páginas deseo reflexionar sobre la diferencia que existe entre un líder ético y un “arrastrador” que, en muchas ocasiones, esconde un psicópata.
La primera reflexión que deseo realizar es la siguiente: ¿Basta con que una persona sea capaz de arrastrar gente detrás de sí para que se le considere un líder? Como explica el profesor Javier Fernández Aguado, y estoy plenamente de acuerdo con su apreciación, caben dos respuestas a esta cuestión. La primera, afirmativa, se basa en la consideración de que el liderazgo sólo tiene elementos técnicos que deban ser tomados en cuenta.
Un líder sería una persona con carisma, capacidad de oratoria, persuasión, con capacidad de motivar, enérgico, ambicioso, contundente, persistente, etc. El porqué de sus acciones, o hacia adonde arrastrase a las personas que le siguen, poca o ninguna importancia tendrían.
La otra escuela, por el contrario, defiende que el liderazgo debe incluir en su definición elementos éticos. Es decir, no basta con que una persona arrastre a otros para que se le pueda calificar directamente como líder. Sería, si sólo se limitase a eso, un agitador de masas. Es más, en algunos casos, ni siquiera podría ser calificado de alborotador sino más bien de peligroso espécimen, pues daña a quienes se dejan embaucar por sus propuestas.
Actuar por valores, actuar por principios
Tenemos tendencia a confundir los valores con los principios, y estos no son lo mismo. Los valores son cambiantes; por una magnífica motocicleta a los 20 años seríamos capaces de grandes esfuerzos y sacrificios, pero puede ser que a los 60 años, ésta ya no posea para nosotros ningún valor y que el valor pase al automóvil familiar de una conocida marca alemana, que a los 20 años no nos interesaba.
El valor tiene relación con el momento y con el dinero. Una botella de agua vendida en un establecimiento situado al lado de una magnífica fuente, vale poco; esa misma botella en mitad del desierto del Sahara, posee un alto valor. O sea, el valor es un atributo de las cosas y normalmente lo medimos en dinero, tiempo o esfuerzo.
Los principios son otra cosa, los principios son externos a las cosas; muchos de ellos vienen determinados por las leyes naturales, son indiscutibles y evidentes, y sobre todo son impersonales. Los principios son lo que hacen que esa botella sea útil para
“dar de beber al sediento” sin que influya el valor de la misma.
Stephan Covey divide el liderazgo en cuatro niveles. El primero es el nivel personal y ese sólo se basa en principios, hemos de autoliderarnos de forma que nuestros principios no entren en conflicto con nuestras acciones. El segundo nivel es el interpersonal, donde los principios continúan ejerciendo de norma en nuestra relación con los demás. Los siguientes niveles son el gerencial y el organizacional donde ya no tienen la misma influencia los principios e inician su escalada de importancia los valores.
Quizás en estos dos niveles el liderazgo ya no se refiera a las personas. El nivel gerencial sería la forma en que supervisamos y gerenciamos, y el nivel organizacional la forma como se estructuran y manejan las empresas, y, lo que es peor a nivel de liderazgo, donde no hay personas no hay principios: A la gerencia o a la organización no le importa su sufrimiento en el caso de que usted no pueda pagar su hipoteca, a no ser que usted sea el cliente.
Los principios son inherentes a las personas; una organización no tiene principios pero esto es normal que sea así. En el caso de que las personas no tengan principios reciben un calificativo psicopatológico, son psicópatas.
Posiblemente a la pregunta “¿desea usted ser liderado por un psicópata?”, la respuesta unánime sea no, y esa respuesta continúa siendo no en el caso de que el preguntado sea un psicópata, ya que a los psicópatas no les gustan los psicópatas. Por tanto, debería ser recomendable no dejarse liderar por personas que claramente anteponen los valores a los principios ya que existe la posibilidad de encontrarnos ante un psicópata (que por cierto no son fáciles de diagnosticar).
Quizás una gran mayoría piense que no es fácil dejarnos influenciar por alguien sin principios y al que no le importa el sufrimiento de los demás, ya que para él son simples objetos para alcanzar los objetivos. Nada más lejos de la realidad: un psicópata vestido con el traje de la autoridad es alguien con una gran capacidad de influencia sobre los demás.
Como muestra paso a exponer íntegramente el experimento de Milgram (Experimento de Stanley Milgram, Behavioral Study of Obedience, publicado el año 1963 en el Journal of Abnormal and Social Psychology)
La idea surgió por el juicio y condena a muerte de Eichmann que se realizó en Jerusalén en el año 1960. En el juicio, Eichmann manifestaba su sorpresa por el proceso, alegaba que sólo había obedecido las órdenes. Los psiquiatras que le visitaron testificaron que no sufría ninguna alteración psicopatológica y que era una persona normal en el ámbito psíquico y social.
A Stanley Milgram le llamó la atención que una persona normal, y que además no tenía nada en contra de los judíos, hubiese actuado de esa forma y, aún más, que también lo hicieran muchos miles de soldados nazis que participaron en los crímenes.
En el año 1961 Stanley Milgram inició el experimento en la Universidad de Yale y que llegaría a conmocionar al mundo: “La mayoría de las personas pueden llegar a administrar descargas eléctricas mortales a una víctima, si creen estar obligados a hacerlo”.
Stanley Milgram puso un anuncio en un periódico de New Haven (Connetticut) pidiendo voluntarios para un estudio sobre la memoria y el aprendizaje. Los participantes fueron 40 hombres de entre 20 y 50 años y con todo tipo de educación, desde acabados de salir de la escuela primaria hasta doctorados. El experimento era el siguiente: el investigador explica a un participante y a un cómplice (el participante cree en todo momento que es otro voluntario, pero es un actor) que van a probar los efectos del castigo en el aprendizaje.
Les dice a ambos que el objetivo es comprobar cuánto castigo es necesario para aprender mejor, y que uno de ellos hará de «alumno” y el otro de “maestro”. Les pide que saquen un papelito de una caja para ver qué papel les tocará desempeñar en el experimento.
El cómplice anuncia que se le ha adjudicado el papel de “alumno” y el participante saca el papel de “maestro”, aunque en la realidad en ambos papeles ponía “maestro”.
En una habitación, se sujeta al «alumno» a una silla, se le colocan unos electrodos con pasta conductora (para evitar quemaduras) y se le ata. El “alumno” tiene que aprender una lista de palabras emparejadas; después, el «maestro» le irá diciendo palabras y el «alumno» habrá de recordar cuál es la palabra asociada; si falla, el «maestro» le da una descarga eléctrica.
Al principio del estudio, el “maestro” recibe una descarga real de 45 voltios para que vea el dolor que causará en el «alumno». Después, le dicen que debe comenzar a administrar descargas eléctricas a su «alumno» cada vez que este cometa un error, aumentando el voltaje de la descarga a cada error. El generador tenía 30 interruptores, marcados desde 15 voltios (descarga suave) hasta 450 (peligro, descarga mortal).
El «alumno» daba sobre todo respuestas erróneas a propósito y cuando se producía un fallo, el “maestro” debía inflingirle una descarga. Cuando el “maestro” se negaba a hacerlo y se dirigía al investigador, este siempre daba alguna de las siguientes instrucciones de tipo imperativo: 1. Continúe por favor, continúe; 2. El experimento requiere que usted continúe; 3. Es absolutamente esencial que usted continúe.
4. Usted no tiene otra opción. Debe continuar.
Si después de esta última frase el «maestro» se negaba a continuar, se paraba el experimento; si no, se detenía después de que se hubieran administrado descargas de 450 voltios tres veces seguidas.
Con anterioridad a la realización del experimento, Stanley Milgram preguntó a sus colegas y a gente diversa qué pensaban que sucedería. La mayoría de la gente opinaba que, menos algún sádico, nadie aplicaría una descarga mortal. Sin embargo, en el experimento, el 65 % de los «maestros» castigaron a los «alumnos» con el máximo de tres descargas de 450 voltios, muchos de los “maestros” se sentían incómodos, pero ninguno de los “maestros” se negó rotundamente a dar menos de 300 voltios. En muchos casos, los “maestros” paraban y cuestionaban el experimento, algunos intentaron devolver el dinero que ya se les había pagado, pero la gran mayoría (65 %) continuaron tras las instrucciones del investigador. A medida que el nivel de descarga aumentaba, el
«alumno», aleccionado para la representación, empezaba a golpear en el cristal que lo separaba del «maestro» y gemía de dolor, decía que padecía de una enfermedad cardíaca, posteriormente aullaba de dolor y pedía que acabara el experimento, finalmente al llegar a los 270 voltios gritaba de forma agónica.
Al llegar a la descarga de 300 voltios, el «alumno» dejaba de responder a las preguntas y empezaba a convulsionar, pero la no-respuesta se tenía que interpretar como una mala respuesta y se continuaba con las descargas eléctricas, cada vez de un voltaje superior.
Al alcanzar los 75 voltios, muchos «maestros» se ponían nerviosos ante las quejas de dolor de sus «alumnos» y deseaban parar el experimento, pero la férrea autoridad del investigador les hacía continuar.
Algunos de los “maestros” continuaban el experimento, pero manifestando que ellos no se hacían responsables de las posibles consecuencias. Algunos participantes incluso comenzaban a reír nerviosos al oír los gritos de dolor provenientes de su «alumno».
En estudios posteriores de seguimiento, Stanley Milgram demostró que las mujeres eran igual de obedientes que los hombres, aunque más nerviosas. El estudio se reprodujo en otros países con similares resultados. En Alemania, el 85% de los “maestros” administró descargas eléctricas, supuestamente letales al “alumno”.
En 1999, Thomas Blass, de la Universidad de Maryland publicó un meta-análisis de los experimentos de este tipo realizados hasta entonces y concluyó que el porcentaje de participantes que aplicaban voltajes notables se situaba entre el 61% y el 66%, sin importar el año de realización ni el lugar de la investigación.
¿Qué fue lo que hizo que se comportaran de forma tan agresiva los “maestros” con sus “alumnos”? El sadismo o la maldad no son elementos que justifiquen el elevado porcentaje (65%); posiblemente los sádicos no lleguen al 0,2% de la población.
¿Qué hizo que el valor del experimento prevaleciese sobre los principios? Posiblemente un sólo factor fue el desencadenante de la terrible situación: la autoridad, y la sensación y el convencimiento por parte de los “maestros” de que el experimentador sabía lo que hacía y tenía sus razones para hacerlo.
Visto este caso podríamos decir que un psicópata vestido con el traje de la autoridad es un elemento peligroso y con capacidad para crear una organización psicópata. En los ámbitos gerenciales y organizacionales es normal acciones donde “el fin justifique los medios”, pero dude cuando esto se aplique en el ámbito personal e interpersonal. Aunque crea intensamente en las razones de su superior, tenga en cuenta que los psicópatas son generalmente unos magníficos seductores y usted y sus colaboradores pueden ser sus víctimas.
Usted debe decidir qué hacer con su talento y, en el caso de los líderes, también decidir qué hacer con el talento de los demás. El acumulo de talento ha de tener como meta el bien común (con la inclusión de uno mismo) y no el beneficio personal (con la exclusión de los demás).