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Las cosas en la red no se borran y las reacciones vandálicas en forma de usuarios indignados o emocionados con un vídeo de los que se vuelven (no son, se vuelven) virales son incontrolables.

Por Gonzalo Martín, Director del Área de Telecomunicaciones, Medios y Audiovisual de Territorio Creativo.

 

“Hoy en día”, decía el Cluetrain Manifesto,“las compañías que hablan el lenguaje del charlatán, ya no logran captar la atención de nadie”. Podría decirse que, en los albores del siglo XXI, la aparición de este manifiesto, esta colección de mantras sobre lo que debía ser la comunicación comercial y la cultura de las empresas en la era digital, se convirtió en el paradigma de lo que tendría que ser cuando apareció el término 2.0.

Durante el auge del primer internet que ahora llamamos social, el que caracterizó la era del blog, el recurso a las proclamas de esta síntesis de pensamientos era constante: en especial, la demanda del público esencialmente techie de aquel momento, y que conformaba el estado de opinión de la red que empezaba a influir poderosamente en los medios de comunicación y en los debates sobre su futuro, se dirigía hacia la idea de “no interrupción”.
El relato de procedencia geek, con una fuerte inspiración en la cultura hacker y, con ello, de cierta tradición contracultural procedente de los años sesenta, hacía énfasis en la toma del control de la relación con las empresas (léase también anunciantes) por parte del público, gracias al poder de la red: la competencia estaba a un clic de distancia, la información sobre precios y funcionalidades también, la sabiduría de las masas llevaba a advertir que la audiencia sabe más que tú y que cuando deseabas vender el consumidor sabía más que la propia empresa –no digamos que sus comerciales– de su propio producto.
El momento se caracterizaba por una pugna entre la inteligencia del software libre, que generaba una y otra vez ad-ons que bloqueaban la publicidad no deseada, y los intentos de bombardeo del público con pop-ups insufribles, robapáginas que se ampliaban solos cuando se bajaba el cursor, jingles, ruidos y voces que arrancaban al cargar las páginas y que irritaban a los usuarios que reaccionaban navegando sin sonido. Una pugna que forzaba enormes discusiones sobre la publicidad que se aceptaría ver, discursos que proponían pagar por ver la publicidad, la aceleración de sistemas para darse de baja de las listas de mail, la proliferación de mensajes de bloggers y websites que prometían no usar jamás para envíos no deseados las direcciones de correo electrónico que se empleaban para el registro.
Los medios de comunicación digital reaccionaron. La publicidad pareció seguirles. Los “inter-sitials” empezaron a aparecer con botones para ser cerrados antes de que terminaran, los vídeos se ofrecen con la correspondiente opción de ser saltados si uno no desea conocer el mensaje del anunciante. Los medios se resistían a ensuciar sus primeras páginas con grandes creatividades donde se imponía un desequilibrio agresivo hacia el usuario.

La televisión no era inmune a las presiones. La enorme duración de los bloques publicitarios, acusaciones de pérdida de eficacia… todo el espacio publicitario estaba – y todavía está – sometido a la pugna de usuarios que desean huir de lo que no tienen intención de ver (los SMS’s en los móviles, las llamadas en la hora de la siesta…) sin que manifiesten una intención significativa por pagar los consumos de contenidos. La paradoja es, por tanto, atroz: el consumidor de contenidos huye de los financiadores pero no está dispuesto a invertir las cantidades que garanticen las retribuciones por esos contenidos propias de la era anterior a lo digital. A su vez, los productores de esos contenidos perciben que el traslado a la digitalización masiva no tiene la compensación económica anterior. Se saluda con la conclusión de que no hay modelos de negocio suficientemente desarrollados, una expresión que muchas veces oculta la incapacidad para modificar estructuras productivas que van quedando vencidas por el tiempo. La guinda al esquema la pone otra paradoja, una demanda insaciable de contenidos.

La gran crisis del final de la primera década del siglo XXI llegó y, con ella, una caída sin precedentes de la inversión publicitaria que, además, cambia su orientación hacia los espacios desarrollados en internet. Un espacio donde la inmensidad de opciones reduce los precios. Un espacio donde la necesidad de ingresar por encima de todo, devuelve la falta de escrúpulos a la hora de diseñar creatividades que recuperan la interrupción sin reparo y hasta el dolor de ojos.
¿El paradigma desarrollado por la vieja cultura de los héroes digitales ha fracasado? Una primera mirada diría que es evidente que sí. La televisión, modificando muy poco sus formatos, sigue congregando las grandes inversiones. A pesar de la promesa de los medios sociales como espacios para la honestidad, la conversación (recordemos: la primera sentencia del Cluetrain era “los mercados son conversaciones”, una vindicación de la vieja relación del tendero con su comunidad), la escucha y no el grito, la relación bidireccional y no el altavoz, el grueso de la comunicación comercial e institucional se realiza con los mismos estándares de charlatanería y presión por introducirse en la atención a la fuerza que en el momento en el que el Cluetrain se redactó.

Existe, sin embargo, el convencimiento de que algo falla. Para empezar, en un modelo de construcción de contenidos que se prefinancian por el propietario del medio que, posteriormente levanta una audiencia y que, finalmente, vende los datos de esa audiencia a un anunciante, el único espacio que queda, en realidad, es el de la interrupción. Sí, por supuesto, existen esquemas donde se entremezclan imágenes de productos en medio de las historias, el intento de que determinados valores de marca se cuelen. Pero son esquemas que, generalmente, tienden a entrar en conflicto tanto con los estándares creativos como con las líneas editoriales de esos medios. Digamos que un medio que ofrece un soporte no puede vincular su oferta y características a los deseos expresos de un único anunciante que lo necesita, debe servir para una parte sustantiva del conjunto de la demanda de espacio publicitario. En realidad, busca un target. El Cluetrain hablaba de personas: demasiado sofisticado para la manera de producir contenidos.

Recientemente Albert García Pujadas escribía lo que sigue: “El rol de las marcas tiene que cambiar. De anunciantes deberían evolucionar hacia “editoras” de relevancia, o lo que es lo mismo convertirse en “editoras” de contenido y entretenimiento”. Un blog algo clásico se titulaba (y se titula) “Every company is a media company”, todas las empresas son empresas de medios.
Ambos razonamientos son confluyentes: en un plano teórico, la tecnología de redes convierte a las empresas – y a los individuos – en nodos capaces de emitir texto, vídeo y audio a cualquier otro nodo sin tener que pasar por los filtros de los medios tradicionales.

Por supuesto, una cosa es poder, otra, la capacidad de hacerlo, y otra más, el poder hacerlo en condiciones de igualdad (especialmente de audiencia potencial) de los medios tradicionales. Pero el mundo de la red no ha hecho más que comenzar, las capacidades de la infraestructura no paran de crecer, la mutación de los consumidores es una cosa de ayer y, prácticamente, todas las amenazas de destrucción y modificación de valor que se han venido intuyendo desde que apareció internet se han ido cumpliendo.
Pero la sobreabundancia de contenido, ese poder llegar por mi cuenta como organización a cualquier usuario conectado (cuando llegas al segmento de menores de veinticinco años es sencillo: son todos), el incremento de capacidad y de extensión de dispositivos para todos los entornos y situaciones es una tendencia, sin duda, y dicho con todo el riesgo de las profecías, irreversible.
Comunicar a quien no quiere ser comunicado se va a tornar complejo.
Comunicar tu discurso comercial, ese que oculta tus defectos y engrandece tus virtudes, todo ello teñido de emociones potentes, se vuelve complejo. Es un axioma de las redes, que cuesta digerir en cualquier departamento de marketing, el hecho de que las cosas en la red no se borran, que las reacciones vandálicas en forma de usuarios indignados o emocionados con un vídeo de los que se vuelven (no son, se vuelven) virales son incontrolables. El hecho de que el usuario intercambia información en tiempo real sobre ti y te presiona con su percepción de servicio cuyos defectos no puedes ocultar.

Esta sería la venganza a largo plazo de la esperanza Cluetrain. Que, al final, la honestidad y la bidireccionalidad de la comunicación se pueden volver inevitables. Que la atención dispersa sólo puede resolverse con la capacidad de concentrarla en un punto propio.
Que tienes que tener algo que decir para que te escuchen y que no te escucharán si está diseñado para que te oigas tú solo. Y eso lleva a crear tus propios contenidos, relevantes para tu público. Esto no es necesariamente entretenimiento. Unas veces lo será. La colusión con otras características de red, como la relación entre pares y la tendencia a la cocreación, requiere establecer relaciones de igualdad con los usuarios que más contribuyen a tu desarrollo. Y todo eso impone apertura de datos, reconocimiento a la contribución de tus seguidores más realmente involucrados (mala forma de llamar a un socio) y ganarse el respeto de comunidades que mañana cambian de bar si el ambiente no es propicio.

Algo sucede ya. No es únicamente la brillante campaña que hemos visto del Banco Sabadell, una que emplea la publicidad tradicional para llevar al público buscado a su propia plataforma, una plataforma que ha creado contenido reflexivo de larga duración, elevada estética y, sobre todo, sin ningún claim ni perorata sobre el producto, para vincularlo finalmente a sus productos de inversión. Una vinculación natural y atractiva a la reflexión que la marca espera del cliente para entrar en un proceso de decisión.
Suceden más cosas. No hace tanto, una cuenta en Twitter y un perfil en Facebook suponían una novedad corporativa que provocaba, incluso, la publicación de notas de prensa que incidían en el valor innovador de tal o cual marca. En pocos meses, en todos los sectores este tipo de presencias está generalizada. Existe, por supuesto, una cierta exageración de expectativas sobre lo que realmente pueden hacer este tipo de herramientas. Sobre todo, en el terreno de la urgencia (no diré en el terreno de la venta) pues, como se ha dicho anteriormente, existe la tendencia a caer en los mismos mecanismos de comunicación propios de los medios de masas y la unidireccionalidad.
Esa tendencia no evita, no obstante, que los recursos simples adoptados para dar vida a esos espacios se hayan agotado ante el incremento de ruido, la sobreabundancia de “feeds” con enlaces y noticias replicados de otros medios. La abundancia, también, del traslado de ofertas que hubieran ido a otros canales. Sin duda, falta de madurez en el uso de medios tan nuevos. El agotamiento exige diferenciación, tanta diferenciación que sólo se puede terminar en la creación de contenido original: curiosamente, aunque el blog, por ejemplo, no está de moda para el intercambio de ideas, especialmente entre el público más juvenil y el nuevo llegado a la red, los blogs corporativos y de figuras públicas aumentan. Hasta el punto de ser fuente para medios informativos, como puede suceder, por ejemplo, con el blog personal de José Ignacio Goirigolzarri, ex consejero delegado del BBVA. Son un medio sin limitación de espacio ni condicionantes estéticos ni funcionales de otros servicios donde un planteamiento inteligente permite un acercamiento a públicos influyentes y resolver muchas cuestiones de soporte que no se pueden hacer en otras herramientas. Puedo aconsejarles que consulten el blog de la Comisión del Mercado de Telecomunicaciones, un excelente ejemplo.

La conclusión es que vivimos en un mundo en transición de potenciales cambios sugerentes, agresivos y, con toda seguridad, inesperados. La utopía de la reflexión que hemos iniciado en estas páginas es un mundo sin filtros de entrada a la comunicación en el que, como decían los viejos hackers, quien más comparte es quien más gana. Quién más tiene que decir y mejor hace para crear espacios para compartir contenidos y reflexiones, mejor vinculación obtendrá. Un mundo con dificultades para reunir grandes masas de usuarios en un único sitio, pero que conservará grandes nodos de referencia capaces de proporcionar contenidos con valores de producción altos inabordables en otras escalas.
En muchos sitios se repite un nuevo mantra: engagement is the new advertising. Una traducción algo libre del término engagement nos llevaría a que es la vinculación o la pegajosidad a tu marca – tus contenidos, las reflexiones y relatos que compartes en los que la intención de seducir cuenta, pero la de molestar no tiene sitio – lo que es la verdadera publicidad sustituyendo el viejo entendimiento de unidireccionalidad. Los razonamientos utópicos tienen la mala fortuna de enfrentarse a la realidad y al tiempo. Y pueden verse destrozados o, también, ver que el cumplimiento del grueso de sus promesas se desplaza en el tiempo. Tal vez, hasta para no verlas.