Durante los últimos diez años, Turquía y Brasil fueron ampliamente celebrados como países con desempeños económicos estelares; mercados emergentes con una creciente influencia en el escenario internacional. Sin embargo, en los últimos tres meses, ambos países se han visto paralizados por enormes protestas que expresan un profundo descontento con el desempeño de sus gobiernos. ¿Qué es lo que está pasando y habrá más países que experimenten convulsiones similares?
Por Francis Fukuyama para The Wall Street Journal
SOBRE EL AUTOR
FRANCIS FUKUYAMA. Investigador sénior del Instituto de Estudios Internacionales Freeman Spogli, de la Universidad de Stanford. También es autor de «Los orígenes del orden político: Desde tiempos pre-humanos hasta la Revolución Francesa».
El tema que conecta estos episodios recientes en Turquía y Brasil, así como con la Primavera Árabe de 2011 y las continuas protestas en China, es el ascenso de una nueva clase media global. Dondequiera que ha surgido, esta clase media moderna causa agitación política, pero rara vez ha podido, por sí misma, provocar un cambio político duradero. Nada de lo que hemos visto últimamente en las calles de Estambul o Rio de Janeiro sugiere que estos casos vayan a ser una excepción.
En Turquía y Brasil, así como en Túnez y Egipto antes, las protestas políticas no fueron lideradas por los pobres, sino por los jóvenes con niveles de educación e ingresos mayores al promedio. Dominan la tecnología y usan medios sociales como Facebook y Twitter para difundir información y organizar protestas. Incluso aquellos que viven en países con sistemas democráticos funcionales, no se sienten representados por la élite política gobernante.
En Turquía, se manifiestan en contra de las políticas de desarrollo a cualquier costo y el estilo autoritario del primer ministro Recep Tayyip Erdoğan. En Brasil, se oponen a una élite política muy afianzada y corrupta que se jacta de proyectos glamorosos como el Mundial de Fútbol y los Juegos Olímpicos de Rio pero que no es capaz de brindar servicios básicos de salud y educación. Para ellos, no basta con que la presidenta, Dilma Rousseff, haya sido una activista de izquierda encarcelada por los militares en los años 70 y líder del Partido de los Trabajadores. Desde su punto de vista, el partido se ha visto arrastrado a la maraña del «sistema» corrupto, tal como quedó en evidencia con el reciente escándalo de compra de votos.
El mundo de los negocios habla del ascenso de la «clase media global» desde hace al menos una década. Un informe de Goldman Sachs de 2008 definió este grupo como aquellos con ingresos de entre US$6.000 y US$30.000 al año y predijo que crecería hasta sumar 2.000 millones de personas para 2030. Partiendo de una definición más amplia de clase media, un informe del Instituto de la Unión Europea para Estudios de Seguridad de 2012 pronosticó que la cantidad de personas en esa categoría crecería de 1.800 millones en 2009 a 3.200 millones en 2020 y a 4.900 millones en 2030 (sobre una población mundial proyectada de 8.300 millones). La mayor parte de este crecimiento se verá en Asia, especialmente en China e India. Pero todas las regiones del mundo participarán en la tendencia, incluida África, que según el Banco de Desarrollo de África ya tiene una clase media de más de 300 millones de personas.
A las empresas se les hace la boca agua ante la promesa de esta clase media emergente porque representa una amplia base de consumidores nuevos. Economistas y analistas tienden a definir el estatus de clase media sólo en términos monetarios. Pero se define mejor por la educación, la ocupación y la propiedad de activos, que son mucho más consecuentes a la hora de predecir el comportamiento político. Varios estudios transnacionales, incluyendo recientes encuestas del centro de estudios Pew y datos de la Universidad de Michigan, muestran que los niveles de educación más altos se correlacionan con que las personas adjudiquen mayor importancia a conceptos como la democracia, la libertad individual y la tolerancia a formas de vida alternativas. La clase media ya no quiere solo tener seguridad sino también opciones y oportunidades. Es más probable que opten por la acción si la sociedad no logra cumplir con sus expectativas de mejoras económicas y sociales, que crecen con rapidez.
Divisiones internas
Mientras las protestas, los levantamientos y, ocasionalmente, las revoluciones suelen ser encabezadas por los miembros recién llegados de la clase media, no suelen lograr por sí solos cambios políticos a largo plazo. Esto se debe a que la clase media rara vez representa más que una minoría de la sociedad en los países en desarrollo y está dividida internamente. Si no pueden formar una coalición con otras partes de la sociedad, sus movimientos no suelen producir cambios políticos duraderos.
Por eso, los jóvenes manifestantes en Túnez y en la Plaza Tahrir, en El Cairo, a pesar de haber derrocado a sus respectivos dictadores, no lograron organizarse para formar partidos políticos capaces de participar en las elecciones nacionales. Especialmente los estudiantes no tienen ni idea de cómo llevar su mensaje a la clase trabajadora y los pobres para crear una amplia coalición política.
En Turquía, el primer ministro Erdoğan sigue siendo popular fuera de las zonas urbanas. La clase media turca, en cambio, está dividida. El notable crecimiento económico del país en la última década ha sido impulsado en gran parte por una nueva clase media religiosa y muy emprendedora que ha apoyado con énfasis el partido de Erdoğan.
Este grupo social trabaja duro y ahorra su dinero. Exhiben muchas de las virtudes que el sociólogo Max Weber asociaba con la ética del Cristianismo Puritano de la era moderna de Europa, que según él, fue la base para el desarrollo capitalista. En cambio, los manifestantes urbanos en Turquía son más laicos y están conectados con los valores modernistas de sus pares en Europa y Estados Unidos. Este grupo no sólo enfrenta la represión de los instintos autoritarios del primer ministro, sino también las dificultades para establecer lazos con otras clases sociales.
Brasil es diferente
La situación en Brasil es bastante distinta. Allí los manifestantes no enfrentarán una dura represión del gobierno. Más bien, el desafío será evitar ser cooptados a largo plazo por el sistema. El estatus de clase media no significa que un individuo apoya automáticamente la democracia o un gobierno transparente. De hecho, una gran parte de la clase media de edad más avanzada era empleada por el sector público, donde dependía de las políticas clientelistas y el control estatal de la economía. Estas clases medias, así como las de países asiáticos como Tailandia y China, han respaldado gobiernos autoritarios cuando parecía que era la mejor manera de asegurar su futuro económico.
El reciente crecimiento económico de Brasil produjo una clase media distinta y más emprendedora, afianzada en el sector privado. Pero este grupo podría seguir su propio interés económico en dos direcciones. Por un lado, podría ser la base de una coalición de clase media que busca una reforma integral del sistema político brasileño, presionando para que los políticos corruptos rindan cuentas y para que se cambien las normas para dar lugar a mejores políticas. Por otro lado, los miembros de la clase media urbana podrían disipar sus energías en distracciones como políticas de identidad o ser cooptados individualmente por un sistema que ofrece grandes recompensas a quienes aprenden a jugar dentro del sistema.
No hay garantías de que Brasil siga el camino reformista tras las protestas. Mucho dependerá del liderazgo. Rousseff dispone de una enorme oportunidad para usar las manifestaciones como una plataforma para lanzar una reforma sistémica mucho más ambiciosa. Hasta ahora ha sido muy cuidadosa en su intento de desafiar el sistema establecido, frenada por las limitaciones de su propio partido y la coalición política.
El crecimiento económico global que se ha producido desde los años 70 alteró los estratos sociales en todo el mundo. Las clases medias en los llamados «mercados emergentes» son más grandes, ricas, mejor educadas y están más conectadas tecnológicamente que nunca.
Esto tiene grandes implicaciones para China, cuya clase media ahora asciende a cientos de millones y constituye quizás un tercio del total de su población. Quieren una sociedad más libre, aunque no está claro que necesariamente deseen una democracia con voto individual a corto plazo.
Este grupo se encontrará bajo una mayor presión en la próxima década, a medida que China pasa apuros para pasar del estatus de ingreso medio a alto. El crecimiento económico ya ha dado muestras de debilitarse en los últimos dos años y es inevitable que sea más modesto conforme madura su economía. La potencia industrial que el régimen ha creado desde 1978 ya no servirá para satisfacer las aspiraciones de su población. China ya produce unos seis a siete millones de graduados universitarios al año, cuyas perspectivas laborales son más sombrías que las de sus padres de la clase trabajadora. La brecha entre las expectativas que crecen con rapidez y la realidad decepcionante nunca fue tan amenazante como ahora y podría tener amplias consecuencias para la estabilidad del país.
Allí, como en otras partes del mundo en desarrollo, el ascenso de una nueva clase media pone de manifiesto el fenómeno descrito por el venezolano Moises Naím del Carnegie Endowment como el «fin del poder». Las clases medias estuvieron en la primera línea de la oposición a los abusos de poder, independientemente de que fueran cometidos por regímenes autoritarios o democráticos. El desafío para ellos es convertir sus movimientos de protesta en cambios políticos duraderos, expresados en la forma de nuevas instituciones y políticas. En América Latina, Chile ha tenido un excelente desempeño económico y democrático, pero en los últimos años hubo una explosión de manifestaciones estudiantiles que señalaron las fallas de su sistema de educación pública.
La nueva clase media no representa sólo un reto para los regímenes autoritarios o las democracias nuevas. Ninguna democracia establecida debería creer que se puede dormir en los laureles, simplemente porque lleva a cabo elecciones y cuenta con líderes populares en las encuestas. La clase media impulsada por la tecnología exigirá mucho de sus políticos en todos lados.
EE.UU. y Europa atraviesan un crecimiento débil y un desempleo alto, que en países como España alcanza el 50%. En el mundo desarrollado, la generación mayor le ha fallado a la más joven al cargarla con pesadas deudas. Ningún político de EE.UU. o Europa debería pensar que está a salvo de lo que está sucediendo en las calles de Estambul o São Paulo.