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La paralización de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba se prolongó durante más de cinco décadas.

Sobrevivió al fin de la guerra de Vietnam, de la guerra fría y de la “guerra contra el terrorismo”. Si el objetivo era sofocar al comunismo y promover la democracia en La Habana, pocas políticas fracasaron tanto. El presidente Barack Obama debería atribuirse el mérito de reconocer que éste es el momento propicio para el cambio, y de tener el coraje de actuar.

La promesa de normalizar las relaciones entre el David socialista frente al capitalista Goliat del norte es todo un avance. Pero es sólo el primero de muchos pasos. La eliminación total del embargo norteamericano contra Cuba requiere de un acto del Congreso. Con mayorías republicanas en la Cámara de Representantes y en el Senado, de ninguna manera está garantizado que Obama podrá forzar la votación. Pero ha hecho todo lo posible dentro de sus capacidades ejecutivas. Demasiado para un presidente que está en el final de su mandato.

El avance diplomático de esta semana es el resultado de año de contactos extraoficiales, que últimamente eran intermediados por las oficinas del Papa Francisco y Canadá. La nueva estrategia, entre otras medidas, amplía los viajes de Estados Unidos a la isla, permite a las compañías norteamericanas vender determinados productos, como equipos de telecomunicaciones, y establece la reanudación de las relaciones diplomáticas con Cuba.

Raúl Castro, el líder cubano de 83 años y hermano menor de Fidel, ayer aseguró que ambos países siguen en desacuerdo en cuanto al concepto de democracia y economía. Obama hábilmente comprendió que esas diferencias ideológicas pueden mantenerse aunque él promueva políticas que impulsan la liberalización de la economía cubana. Y con el cambio económico, es más probable que llegue la reforma política.

Con el nuevo enfoque de Obama, Estados Unidos se acerca mucho más a Europa, donde países como España hace tiempo que afirman que el compromiso es la forma más efectiva de promover el cambio en Cuba.

Los optimistas aseguran que la reforma verdaderamente está llegando, y no sólo por razones actuariales. El presidente Castro aseguró que se retirará en 2018. Eso pondría fin a una dinastía dominante desde fines de los años cincuenta, cuando el movimiento 26 de Julio de Fidel derrocó al dictador Fulgencio Batista.

Durante esas décadas, la estrategia de matón norteamericana tenía aceptación en Estados Unidos, especialmente en los enclaves de expatriados en Miami, donde los republicanos conservadores cuentan con el dinero y los votos para cualquier política de apriete a los comunistas de La Habana.

El régimen de Castro, por supuesto, no era un inocente en el extranjero. Durante la guerra fría, las fuerzas cubanas aparecieron como asesores militares y soldados en África y en el continente americano. Pero la severa política norteamericana generó compasión por la dictadura de Castro que, de otra manera, nunca hubiera existido. Especialmente en Latinoamérica, el embargo norteamericano era un punto de coincidencia entre los anti-norteamericanos tanto de derecha como de izquierda.

A medida que Obama sigue adelante, llega el momento en que los latinoamericanos reconozcan una nueva realidad política. Cuba continúa siendo el único país del hemisferio sin un régimen democrático. Su historial en derechos humanos debería ser un insulto para las naciones de la región que le siguen ofreciendo apoyo incondicional. Y Venezuela, su benefactor y aliado más cercano, está cada vez más complicado en lo económico, particularmente con la caída de los precios del petróleo.

El intrincado enfrentamiento entre Estados Unidos y Cuba es una reliquia de la guerra fría, un conflicto congelado que siguió alimentando la inestabilidad regional y arruinando la vida de mucha gente. Obama dio un valiente paso para poner fin al estancamiento en las relaciones diplomáticas. América latina debería ahora unirse a Estados Unidos y crear las condiciones necesarias para que sea suave la transición hacia un futuro ya sin Castro.

CUBA-EEUU