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El poder es la capacidad de imponer la propia voluntad a otros. Otra manera de decir lo mismo es hablar del poder como la capacidad de disminuir o de eliminar las resistencias externas para el logro de los objetivos personales.

Por Luis Huete, miembro del Consejo Asesor de la Oxford Leadership Academy (Reino Unido), IBS (México), VipScan (Madrid) y Abypersonalize (Madrid).

SOBRE EL AUTOR
Luis Huete. Uno de los gurús de referencia del management internacional y para tres de cada cuatro directivos españoles “el mejor gurú del management de España” según datos del Institute for International Research.
Es miembro de los Consejos de Administración de empresas como Six-Senses Luxury Resorts & Spas (Tailandia), Altia Consultores, Corporación Financiera ARCO y Ecointegral. Asimismo, forma parte del Consejo Asesor de la Oxford Leadership Academy (Reino Unido), IBS (México), VipScan (Madrid), Abypersonalize (Madrid) y es patrono de la Fundación de Arte Contemporáneo NMAC.
Colabora con Consejeros Delegados en la definición de la estructura organizativa y del proyecto de transformación de empresas como Banco Santander, BBVA, IBM, Oracle, McDonald´s, Adecco, Intercom Group, Opel, Iberostar, Grupo Pascual, Ricoh, Loewe, Campofrío, Lilly, Vodafone, Gilead, Six Senses (Tailandia), Banesto, Larrain-Vial (Chile), ISS (Dinamarca), Telesp (Brasil) y Movistar (Argentina, Chile y Centro América) entre otras.

Las palancas para lograr imponer la propia voluntad son múltiples, y de naturaleza distinta, así como las razones para hacerlo y el contenido de la voluntad que se quiere imponer. Como no podía ser menos, también son muy distintos los resultados del ejercicio del poder en quien lo ejercita y sobre quien se ejerce. El rango va desde la corrupción e involución más abyecta hasta una atractiva humanización de quien ejerce el poder y una mejora en los resultados que obtiene.

¿Tiene el ejercicio del poder en sí algo de maldad? Parece que sí, si nos atenemos a la sociología. Cuando el río suena es que agua lleva; el poder y el chantaje casi parecen sinónimos.

Es más probable que el poder tenga un efecto negativo que positivo en quien lo ejercita. ¿Por qué? Una razón es que es más fácil conseguir el poder a través del uso de herramientas duras (con bajo contenido ético) que a través de herramientas blandas (con alto contenido ético). Las herramientas duras de poder son más básicas; más asequibles a las personas con menos calidad humana.

Una segunda razón es que el contenido de la voluntad que se quiere imponer, y las razones para justificarse, es probable que obedezcan más a planteamientos egoístas, de intereses personales poco confesables, que a razones que tengan un planteamiento más integrador y de más calidad ética.

Los humanos somos así. Será el “orangután” que todos llevamos dentro el que nos empuja a hacer del poder un sinónimo de corrupción.

Sin embargo, como en casi cualquier otro aspecto de gestión, la maldad o no del ejercicio del poder dependerá entre otras cosas del medio a través del cual se consigue (la calidad ética de las palancas), como del fin que se persigue (las intenciones). El “orangután” que llevamos dentro nos predispone, pero no nos determina, a hacer las cosas mal.

Una buena educación pone al “orangután” en su sitio.
Para hacer el tema del poder aún más apasionante, es igualmente cierto que la carencia de poder, y la consiguiente impotencia que genera, pueden ser igualmente corrosivos; tanto hacia fuera, la sociedad, como hacia dentro, la propia persona. Todos somos conscientes de que los directivos necesitan capital político (poder) para el ejercicio de su profesión. No hay verdadera estrategia sin ejecución, ni ejecución sin capital político.

El gran tema, por tanto, es cómo aprender a ejercitar el poder de una manera que no sea lesivo ni para el que lo ejerce ni para las personas sobre las que se ejerce. Porque de lo que no hay duda es de que necesitamos directivos con poder, y que por tenerlo no van a dejar de ser irremediablemente íntegros.

La falta de poder encoge el ámbito vital de lo que es posible. La falta de integridad enrarece las relaciones. Ambas cosas hacen probable el empeoramiento de los resultados e inyectan un riesgo operativo y de reputación a la institución a la que se dirigen. Insistimos, necesitamos directivos hábiles en la creación de capital político pero inmunes a la patología del poder – la enfermedad que corrompe al que tiene poder cuando utiliza medios o fines con poca calidad ética.

El desafío de los directivos se resume en aprender a aumentar su poder y a la vez conseguir que ese poder no les corrompa. Creemos que las batallas que hay que ganar para conseguir ese objetivo son cuatro: el uso de palancas de poder con contenido ético, la calidad de los fines que mueven a las personas con poder, el conocimiento de los síntomas de la enfermedad del poder para reaccionar a tiempo, y el uso de mejores prácticas de buen gobierno que disminuyan la probabilidad de que los directivos acaben corrompidos por el poder.

1. Las palancas del poder

Hay palancas más cercanas a la potestas (el poder socialmente reconocido) y por tanto más ligadas a conseguir una posición dominante desde la que se pueda “abusar”, y otras más cercanas a la autoritas (la autoridad socialmente reconocida) desde donde se puede influir, inspirar, motivar, etc. Las primeras suelen coincidir con el concepto de “hard power” (poder duro) y las segundas con el concepto de “soft power” (poder blando). Con matices, las primeras tienen menos calidad ética y las segundas más.

¿Qué palancas te dan poder?

• Monopolizar recursos escasos. Se gana poder, posiblemente del tipo que hemos llamado duro, cuando se acaparan recursos escasos y deseados como pueden ser el dinero, la información, la tecnología, el espacio, la alimentación, las medicinas, o el acceso a personas influyentes. Por tanto, una palanca de poder consiste en atesorar y monopolizar estos recursos con el ánimo de lograr una posición de dominio desde la que obtener los objetivos propios.

La paradoja de la vida es que también se puede aumentar el poder con conductas contrarias, mucho más éticas, a las descritas anteriormente. Por ejemplo, en la red tiene poder quien más comparte recursos valiosos, no quien los “acapara” para sí mismo. Más casos: personajes como Mandela o Gandhi han hecho de su generosidad una fuente de poder personal. El poder duro no es la única opción para construir capital político.

• El control de los mecanismos de premios y castigos. Las conductas humanas son en buena medida producto del sistema de recompensas positivas y negativas en el que se opera. Sin duda, quien controle el sistema de premios y castigos tiene una gran capacidad de imponer a otros su voluntad. Aquí también la distinción entre poder duro y blando puede ser útil. El poder duro implicaría el uso de sistemas de premios y castigos que lesionan, injustamente, a las personas. En cambio, el poder blando se da cuando se utiliza un sistema de premios y castigos que inspira a las personas a sacar lo mejor de sí y que las motiva a evitar las conductas disfuncionales.

Los casos más habituales de un uso disfuncional de esta palanca son la arbitrariedad, el abuso del miedo, la violencia física y psíquica y la falta de simetría entre recompensas positivas y negativas. Si a un decisor se le niegan las posibles consecuencias negativas de su conducta, éste tiende a elegir conductas más irresponsables que favorecen su posterior decadencia. Este fenómeno es el que explica el efecto potencialmente devastador que puede tener la sociedad del bienestar en los individuos. La falsa promesa de seguridad de por vida que realizan los poderes públicos genera ciudadanos consumistas y hedonistas.

Un sistema de premios y castigos, cuando está bien diseñado, es un gran impulsor del progreso personal y una palanca clave para ganar capital político sin merma ética en el decisor. Un sistema de premios y castigos está bien diseñado cuando activa de forma equilibrada los deseos más nobles y los miedos más justificados en las personas. Una buena simetría entre premios y castigos fomenta el mérito, promueve el esfuerzo, y favorece el que las personas piensen en lo que han de hacer ahora para tener un mejor futuro.

• Avanzar en múltiples frentes. Esta palanca consiste en ejecutar en paralelo muchas actuaciones para el mismo fin. Si una de las actuaciones se bloquea o enquista, es posible que otras puedan seguir su curso, al no ser estas advertidas o no encontrar resistencia.

Por eso conviene crear planes de acción “masivos” donde los objetivos a conseguir se articulen a través de muchas y diversas iniciativas. Esta palanca fomenta la creatividad, el conocimiento del terreno y las ganas. Por tanto, en la mayor parte de los casos su uso se encuadraría más como poder suave.

• Actuar primero y con astucia. El contenido de esta palanca invita a ganar poder a través del diseño y la ejecución de actuaciones que la persona a la que se quiere imponer la propia voluntad no tenía previstas. El elemento sorpresa puede hacer que la resistencia sea menor y que la respuesta sea lenta.

La astucia consiste en elegir un terreno de juego para esa actuación no prevista que además ponga a la otra parte en una situación de desventaja estructural. Es decir, en hacer las cosas de tal manera que la persona a la que se quiere imponer la propia voluntad no sepa, no pueda o no quiera responder a la actuación realizada sobre ella.

¿Es esta palanca poder duro o suave? Más bien lo primero, con todas las excepciones que seguro existen cuando se emplean con astucia medios legítimos para fines nobles.

• Atraer a los oponentes al propio terreno. Esta palanca de poder es también un clásico que se puede ejecutar tanto a través de enfoques duros como blandos del poder. Consiste en sumar las voluntades de los oponentes a la propia causa.

La manera blanda de hacerlo es ampliando los puntos en los que se está de acuerdo a través de una negociación o persuadiendo al contrario de que puede alcanzar mejor sus objetivos sumando voluntades.

La manera más común, y muy típica de un poder duro, es comprando voluntades y silencio con dinero o con privilegios arbitrarios. Los estómagos y los egos, cuando tienden hambre, suelen ser agradecidos.

• Deshacerse de los oponentes. Esta es otra de las palancas más utilizadas a lo largo de la historia. Consiste en quitarse de en medio a quien ofrece resistencia. También en esta palanca se pueden dar enfoques de poder duro y de poder blando.

Los enfoques de poder duro incluyen la desaparición física (tan utilizada por la mafia, las dictaduras, la delincuencia, etc.) y otras maneras más sutiles, como dejar a los oponentes sin contenido en su trabajo, desprestigiarles, marginarles en la toma de decisiones, etc. El mensaje para los tibios, cuando se emplean enfoques de poder duro, es muy claro: o se someten o correrán la misma suerte.

Hay maneras menos reprobables de deshacerse de los oponentes que son frecuentes en las empresas y que bordean la frontera entre poder duro y poder blando. Una de ellas es pedir que abandonen la empresa con suficiente dinero para acallar sus quejas. Otra es buscarle nuevas responsabilidades, normalmente ascendiéndole de manera lateral, con el fin de desposeer a esa persona del poder de resistencia que pudiera tener.

La elegancia cuando se elige un enfoque de poder blando está en las formas. Y casi siempre se expresa en no hacer del tema una cuestión personal sino una cuestión de falta de alineamiento de esa persona con la cultura y la estrategia.

• Evitar el exceso de atención. La discreción permite moverse sin llamar la atención y, por tanto, creando menor resistencia. El sigilo y el trabajo en las sombras permite ganar terreno sin que los oponentes sean conscientes de ello. De manera similar, el no abrir frentes secundarios innecesarios es parte del mismo concepto que se halla detrás de esta palanca.

• El encanto personal. El medio es el mensaje. Las personas con carisma y capacidad de convicción logran sus objetivos con más facilidad, ya que hacen más atractivo su mensaje y son más persuasivas.

• La fuerza de voluntad. La persistencia fundada en la fuerza de voluntad es como el agua que erosiona la roca: acaba por vencer la oposición más dura y resistente.

• Construir relaciones con personas que a su vez sean poderosas. Las redes de apoyo y las redes profesionales ayudan a conseguir los objetivos personales y, por tanto, son una fuente de poder.

• Formular un proyecto atrayente, que concite el que muchos quieran su éxito. Si se ubican los objetivos personales en un contexto más amplio y atractivo, será más fácil que el resto de personas lo apoyen.

• El autocontrol. Las personas con poder tienden a padecer los síntomas de la patología del poder, una enfermedad que se describirá más adelante. Uno de los síntomas es creerse por encima del bien y del mal y dar rienda suelta a sus caprichos y excentricidades. Muchas veces estos excesos son justo la causa de su posterior pérdida de poder. Por tanto, el autocontrol, el ponerse límites y la sobriedad permiten conservar mejor el poder y acrecentarlo a través de las palancas más ligadas a la autoritas (la autoridad moral socialmente reconocida).

2. Medios y fines

El poder atrae. Hay algo en la psicología de las personas que lo hace especialmente atractivo, seductor.

Quizá por eso ya desde los albores de la civilización la lucha por el poder ha sido la gran batalla por la que nos hemos enfrentado y nos seguimos enfrentando los humanos.

Y es que el poder es un medio poderoso para satisfacer las cuatro necesidades emocionales básicas que nos mueven: la necesidad de seguridad, la de diversión, la de singularidad y la de conexión.

El modelo de las necesidades emocionales es el mejor modelo explicativo que conocemos para entender la conducta de las personas y las intenciones que las mueven. Por eso lo vamos a utilizar para entender mejor el poder.

Nos guste más o menos, es a través de estas cuatro necesidades como se interpreta y se siente la realidad, muchas veces distorsionándola para justificar lo que se quiere hacer. Casi siempre hacemos lo que sentimos y no es hasta después que racionalizamos lo que hemos hecho.

Volviendo al poder: para que éste no corrompa y no sea un factor de involución social, se requiere simultáneamente un porqué y un cómo de valor añadido.
El valor añadido lo entendemos desde el punto de vista de la funcionalidad de los resultados a medio plazo y del efecto en la calidad humana del decisor.

De los cómos de valor añadido ya nos ocupamos en el anterior punto. Son las palancas del poder y su contenido ético.
De los porqués nos ocupamos ahora. Son las intenciones que mueven la búsqueda del poder. Y es que hay intenciones de muy diversa naturaleza, y calidad ética, y con efectos muy distintos.

Para eso vamos a repescar, ampliándolo, el modelo de las necesidades emocionales. Si antes hablábamos de las cuatro básicas (seguridad, diversión, singularidad y conexión), ahora añadimos las dos avanzadas: crecimiento personal y contribución a terceros.

El resultado son seis necesidades emocionales y, consecuentemente, seis intenciones con capacidad de dar respuesta a la pregunta de “Poder, ¿para qué?”

Los deseos básicos son legítimos, pero si se disocian de los avanzados, acaban siendo disfuncionales para el sujeto y para la sociedad. Y eso, que llamamos “fast-food emocional”, también es lo que hacemos muy a menudo, con el consiguiente riesgo de involución que conlleva.

El poder es fast-food emocional cuando se convierte en un medio, para otro medio, que además de bajo nivel ético, se pone como fin.

El problema radica en utilizar el poder como medio para lograr otros medios (convertidos en fines) como son hacerse rico por hacerse rico, ser famoso por ser famoso, disfrutar de placeres por disfrutarlos, y tener relaciones por tenerlas, etc.

El gran problema ético del poder, desde el punto de vista de las intenciones, es disociarlo de los deseos de crecimiento personal (que incluye la bondad, el autodominio, la inteligencia, etc.) y de contribución a terceros (el servicio, la solidaridad, el emprendimiento social, etc.)

Cuando la alimentación es mala, la salud es mala. Igual ocurre con el poder. Quien ejerce el poder con intenciones que a la postre son puro fast-food emocional no es extraño que se corrompa. Lo contrario ocurre con quien asocia el ejercicio del poder a los deseos humanos más nobles de crecimiento personal y servicio.

Cuando las empresas son gestionadas por directivos poderosos e íntegros, con una profunda conexión consigo mismos, con un propósito avanzado, las empresas son transformadas y desvelan todo su potencial.

El poder, cuando se asocia a la voluntad de servicio y a la energía de querer servir al bien común, posibilita ese “milagro” que es la transformación y el progreso económico.

3. La enfermedad del poder

Un porcentaje relevante de la población adulta (¿un 30%?) padece trastornos de conducta. La cifra también es aplicable a los directivos. De hecho, es probable que la superen. No en vano los directivos trabajan en entornos que, por su naturaleza (presión, competitividad, riesgo, abundancia de recompensas, etc.), pueden llegar a ser más desequilibrantes que aquellos en los que se mueve un ciudadano medio.

Un trastorno de conducta es un “defecto” (una patología, una rareza,…) en la conducta fruto de una distorsión cognitiva. En otras palabras, un trastorno de conducta es la elección “automática”, aunque no venga a cuento, de un perfil de conductas disfuncionales que responden a una forma de ver la realidad parcial, distorsionada, desequilibrada. La mayor parte de los trastornos de conducta se hacen, no se nace con ellos. El cerebro es plástico. Aprende con la repetición.

La rareza de la conducta tiene casi siempre su origen en una mala psicología. Si se interpreta la realidad de una forma desequilibrada, no es extraño que se actúe de una manera igualmente desequilibrada, fruto de una lógica muy débil que, a la vez, crea disfuncionalidades en los resultados.

Todos los trastornos de conducta nacen de una mala “alimentación” (¡fast food!) de los deseos emocionales básicos que, como comentábamos en el punto anterior, son los deseos de seguridad, diversión, singularidad y conexión. Los cinco trastornos de conducta más frecuentes entre directivos son fácilmente asignables a la mala gestión de esos cuatro deseos básicos. Veámoslo.

El trastorno obsesivo (pensamiento circular) está asociado a la necesidad de seguridad; el trastorno asocial (la falta de escrúpulos) a la necesidad de singularidad, el trastorno adictivo (el enganche a una fuente de placer) al deseo de diversión, el trastorno histriónico (la sobrerreacción “teatral” al entorno) al deseo de conexión y, por último, el trastorno narcisista (sentirse el centro del mundo) a las necesidades de diversión y de singularidad, simultáneamente.

El poder puede ser una de las causas por las que los directivos acaban desarrollando sus trastornos de conducta. La razón es simple: el poder “trastorna” cuando se utiliza como medio para alimentar los deseos emocionales básicos disociándolo de los deseos avanzados de mejora personal y contribución a otros.

A efectos prácticos, el poder enferma cuando los criterios de mejora personal y contribución a la sociedad no se traducen en el respeto a unas líneas rojas no traspasables en el ejercicio de dicho poder. Cuando “todo vale mientras no me pillen”, definitivamente se están sobrepasando esas líneas rojas. Las decisiones basadas en criterios puramente financieros y de corto plazo también revientan esas líneas rojas.

Recientemente el diario Expansión publicó un interesante artículo, “La Patología del Poder”, en el que su autor, Fernando del Pino, describía los síntomas más comunes de la enfermedad del poder. La mayor parte de los mismos son la expresión de los trastornos de conducta asocial y narcisista con algún ingrediente más que describimos, basándonos en el artículo de Fernando, a continuación:

1. Indiferencia a lo que otros piensan; dificultad de conectar intelectual y emocionalmente con las personas con las que uno se relaciona.
2. Frialdad hacia los sentimientos de los demás. Desconexión con el sufrimiento que puedan producir sus decisiones.
3. Decisiones basadas en una lectura desequilibrada del juego de premios y castigos. Se infravaloran las potenciales consecuencias               negativas de las decisiones tomadas y se sobrevalora la probabilidad de las consecuencias positivas de las mismas.
4. Pérdida del sentido del riesgo o de la proporción en el perfil de prioridades con el que se dirige la institución.
5. Instrumentalización de las personas para lograr sus propios fines.
6. Excesivo protagonismo personal apoderándose de méritos ajenos.
7. Tendencia a rodearse de “palmeros”: personajes poco independientes intelectual y económicamente, para que no le lleven la contraria y       que aplaudan, o se rían de sus ocurrencias.
8. Juicio simplista, estereotipado, de las personas y los acontecimientos.
9. Sobrevaloración de las capacidades personales y de la imagen personal.
10. Conductas desinhibidas; el sentimiento de que se tiene derecho a estar por encima de los “convencionalismos” sociales y morales y de      que, por tanto, se tiene licencia para hacer lo que a uno le apetece. Se suele traducir en algunas, o muchas, de estas conductas:
o Descolocar a otros en público y privado con humillaciones, salidas de tono, etc.
o Robar en su vertiente de ilegalidades de cualquier tipo o simplemente a través de una remuneración excesiva (en salarios, pensiones,          indemnización por despido, etc.).
o Buscar gratificaciones sexuales abusando de la posición de poder o del atractivo del dinero que se posee.
o Excesos en la comida, bebida, y en el uso de estimulantes.
o Realizar gastos desproporcionados sin que importe la mala imagen generada.

Una receta fácil: si se acumulan como mínimo cuatro de estos diez síntomas, más vale actuar rápida y contundentemente. A nadie le interesa que el poder le enferme, le corrompa. Es una gran traición a uno mismo y a la institución a la que se sirve.

La mente es plástica y enferma si se utiliza mal. El que se sienta poderoso pero no se sienta igualmente frágil se engaña, y pagará por ello.

Las empresas cuyos directivos muestren los síntomas de la enfermedad del poder acabarán siendo rehenes de estos, víctimas de no haber tomado medidas a tiempo.

4. Buenas prácticas

Todo activo tiene su pasivo. Con el poder ocurre lo mismo. El ejercicio del poder no está exento de riesgos. Entre otros, la corrupción del que lo ejerce y la puesta en marcha de una fase de deterioro personal e institucional. En puntos anteriores expusimos los síntomas de las patologías del poder y la necesidad de tomar medidas para evitar males mayores. Partimos de esto último como foco para este apartado.

La mejor medida es la prevención; la curación es mucho más compleja. El poder seduce y casi nadie ve la necesidad de dejarlo, sobre todo cuando se convierte en el juguete de un directivo que actúa al modo “primate”. En esos casos lo más probable es que el enfermo blinde su poder, contagie su enfermedad a la institución y haga que su salida sea traumática para todos. La historia está llena de casos que avalan esta secuencia de hechos.

La prevención de las enfermedades del poder se puede realizar en dos planos: el institucional y el personal. En el primero, el foco puede ser un mejor uso de las prácticas de buen gobierno; en el segundo plano, el personal, la prevención se puede encauzar a través de la mejora de las capacidades de liderazgo personal.

Para ser eficaz, la prevención ha de atacar el corazón del problema: la reducción de las posibles arbitrariedades y malas prácticas en el ejercicio del poder. ¿Cómo? Con más transparencia y con mejores reglas de juego. Las reglas de juego deberían servir para dejar claro lo que es un buen ejercicio del poder y uno malo, y para premiar y castigar consecuentemente.

Las empresas que quieran evitar las patologías del poder de sus directivos deberían practicar de corazón estas 10 prácticas de Buen Gobierno:
1. No permitir que una persona acapare las responsabilidades de Chairman y de CEO simultáneamente. Para las empresas es muy                saludable que exista en su cúpula un sano contrapeso entre personas complementarias que sepan crear un buen tándem.
2. Chequear mejor a los candidatos a puestos de responsabilidad. Ir más allá de su experiencia y logros pasados para asegurarse de que       en su comportamiento no existen síntomas serios de la patología del poder.
3. Trabajar por crear un equipo de dirección que esté formado por personas que sepan ejercer, desde su lealtad e independencia, una sana      discrepancia. Eso implica apostar por la diversidad en el Comité de Dirección, incorporando a profesionales que piensen y sientan las          cosas desde distintos ángulos y que tengan criterio y carácter para no permitir que se traspasen las líneas rojas que protegen la                 reputación y la integridad.
4. Reforzar el Consejo de Administración y sus comisiones más importantes con personas competentes e independientes desde los puntos    de vista intelectual, emocional y económico. Es decir, personas que sean capaces de hacer el gesto de dimitir sin sentir que “pierden”        nada.
5. Evitar que los salarios y privilegios de los altos directivos sean excesivos. Los salarios desmesurados crean conflictos de intereses,             compran silencios y atraen a personas más propensas a utilizar el poder como medio para el enriquecimiento personal.
6. Contratar a los auditores más solventes, exigentes y con menos conflictos de intereses.
7. Hacer de la Memoria Anual un verdadero ejercicio de transparencia y de rendición de cuentas.
8. Impregnar la cultura de empresa con los contenidos más prácticos de los Códigos de Conducta para desactivar los conflictos de                 intereses y evitar el uso de información privilegiada para beneficio personal.
9. Limitar los períodos de ejercicio del poder de los máximos directivos para hacer que no se atrincheren en su puesto; prohibir el cambio de     los estatutos de la empresa cuando el beneficiado es el que promueve el cambio; pedir al CEO el mismo día en que sea nombrado que       prepare ya a su posible sucesor.
10. Poner todos los medios para que el proceso de toma de decisiones de inversión (asset allocation) no pueda ser utilizado de manera            caprichosa por los CEOs. Las decisiones de inversión son el verdadero “juguete” de los CEOs, razón por la cual se han de extremar las      precauciones.

Todas estas medidas ayudan a poner freno a las patologías del poder, pero la llave para solucionar el problema está en la mente de los directivos. Quien quiera utilizar el poder impropiamente ya buscará los recovecos para lograrlo.
Por eso, la última de las batallas del poder está en la conciencia de los directivos, en sus creencias y valores; en su forma de pensar. También en su capacidad de ser críticos consigo mismos, en su voluntad de no ser presa, simultáneamente, de su ignorancia y arrogancia.
La gran esperanza para evitar los efectos de la patología del poder en las empresas está en el nuevo conocimiento sobre el cerebro y sus actividades mentales. Esperemos que ese nuevo conocimiento nos permita dar un empujón definitivo al desarrollo de los cuatro elementos más sugerentes del liderazgo: el liderazgo personal, el liderazgo uno a uno, el liderazgo de equipos y el liderazgo institucional.