Los ciudadanos norteamericanos y los británicos ya saben lo que es vivir en un estado policial. En un sistema en el que están vigilados de manera permanente en prácticamente todo lo que hacen por una instancia superior, por una institución policial que se siente completamente legitimada para hacer lo que hace, que afirma no necesitar para ello el permiso de ningún juez
Por Enrique Dans, Ph.D. por la Universidad de California (UCLA), profesor de Sistemas de Información en el IE Business School.
Los ciudadanos norteamericanos y los británicos ya saben lo que es vivir en un estado policial. En un sistema en el que están vigilados de manera permanente en prácticamente todo lo que hacen por una instancia superior, por una institución policial que se siente completamente legitimada para hacer lo que hace, que afirma no necesitar para ello el permiso de ningún juez.
La presentación obtenida por The Washington Post deja meridianamente clara la intencionalidad del programa PRISM, y evidencia una realidad de estado totalitario, el desarrollo progresivo de todo un entramado legal que permite que todos los ciudadanos sean espiados por el estado sin ningún tipo de límites ni protección. Algo que ni siquiera responde a lo que ahora hemos descubierto, a PRISM o al escándalo Verizon, sino que es, en realidad, mucho peor.
Durante años, el gobierno norteamericano, el británico y muchos otros en el mundo se han dedicado, apoyados por la tecnología y por el miedo a supuestos “jinetes del Apocalipsis” como el terrorismo internacional, los delitos contra la propiedad intelectual o la pornografía infantil, a construir estados totalitarios, a edificar un reflejo perfecto de la distopía orwelliana, a utilizar 1984 como si fuera un auténtico guión. Mientras los ciudadanos del supuesto “mundo civilizado” se horrorizaban de los panópticos construidos por regímenes totalitarios como Irán o China, los gobiernos elegidos por ellos mismos trazaban un plan de control total que les permitía vigilar completamente cada correo electrónico, cada llamada de teléfono, cada comunicación en redes sociales, cada búsqueda, en una persecución absurda que evitaba toda protección, que se saltaba todos los sistemas diseñados durante años y años de democracia, que convertía directamente en ridícula toda expectativa de privacidad. Todo lo que haces, dices o piensas, sometido a permanente escrutinio por el estado.
Ahora ya lo tenemos perfectamente claro: las afirmaciones de ciberactivistas como Rebecca MacKinnon o Julian Assange no eran exageraciones. En el primer caso escribí el epílogo de la edición española de su libro, en el segundo, escribí el prólogo. Por eso y por muchos otros artículos anteriores no se me puede considerar especialmente nuevo a este tipo de conceptos. Y aún así, la magnitud de lo evidenciado me resulta brutal, me revuelve las tripas, me hace saltar, me lleva a plantearme qué absurda razón no nos permite encarcelar de manera inmediata y durante mucho tiempo a los artífices de un sistema semejante, desmontarlo de arriba a abajo, y tratar de poner de manera inmediata todas las precauciones y barreras necesarias para evitar que pueda volver a ser construido. Volver a edificar un sistema en el que los delitos puedan ser perseguidos, pero manteniendo el correcto equilibrio entre poderes y contrapoderes, las adecuadas garantías para el ciudadano. La magnitud de lo que ahora se presenta ante los ojos de los ciudadanos hace muy difícil reaccionar, porque pone en evidencia hasta qué punto nos hemos pasado más de una década construyendo un sistema equivocado, brutalmente erróneo en su concepción. Un sistema que no puede dejar a nadie indiferente, que elimina toda posibilidad, ante su visión, de que alguien pueda de verdad considerarlo de alguna manera razonable, mínimamente lógico o en modo alguno justificado. Nada, ningún miedo ni ninguna situación, por graves que sean los peligros que encierre, puede justificar la construcción y explotación de semejante sistema.
Lo fundamental, ahora, es plantear la reacción ante lo descubierto. Hemos comprobado que vivimos en auténticos estados policiales. No pienses solo en los Estados Unidos o el Reino Unido: la gran mayoría de los estados, incluyendo el de tu país, han edificado sistemas semejantes, y si no llegan al nivel de sofisticación de este no es por no haberlo intentado, sino por no tener claro cómo hacerlo. Cuestionar la tecnología es absurdo: la tecnología nunca fue buena o mala, solo lo son los usos que se hacen de la misma. Lo perverso no son las redes sociales, los sistemas de correo electrónico o la telefonía móvil, sino aquellos que construyen un sistema para espiar a todos los que las usamos. La hipertrofia de un sistema demencial, de algo que jamás debió siquiera llegar a plantearse. De lo que hoy parece el sueño de un dictador loco, pero que desgraciadamente existe, que es real, que nos vigila a todos. Lo fundamental, ahora, es desmontarlo lo antes posible y plantear, de alguna manera, la vuelta a un equilibrio razonable: la tecnología, como forma de vigilar y fiscalizar con total transparencia el sistema por el cual nos gobernamos, no como forma de que el sistema nos vigile a nosotros. Una auténtica reconstrucción y readaptación de todo el sistema democrático.