El problema con las tecnológicas es su pérdida de credibilidad tras las revelaciones sobre sus vínculos con la Agencia de Seguridad Nacional en tareas de espionaje, relata John Gapper en el Financial Times.
Miles de CEOs, políticos, líderes de ONGs y gente de los medios una vez más están reunidos en Davos para sus debates anuales sobre cómo mejorar el mundo. Conversarán sobre cómo combinar mejor los negocios con el bien social, como si fuera un parlamento mundial.
El Foro Económico Mundial es evolutivo (en general no detecta la siguiente crisis pero Klaus Schwab, su fundador, es brillante para adaptarse a la última). Absorbió las protestas antiglobalización de los noventa invitando ONGs y compañías a alcanzar un consenso y trató de hacer lo mismo después de la crisis de 2008 con bancos y reguladores.
El problema es que, pese al giro de los acontecimientos, Davos se siente viejo y serio. El entusiasmo es con los revolucionarios, que son las compañías tecnológicas que prometen rediseñar el mundo, no sólo comprometerse con el actual. Tal como dijo una vez el fallecido Steve Jobs de Apple: “Es más divertido ser pirata que entrar en la marina”.
Silicon Valley tiene más ambiciones que simplemente analizar un compromiso con políticos en medio de un valle suizo.
Las multinacionales que personifican el consenso de Davos, como Unilever y PepsiCo son reformistas y no revolucionarias.
Sin embargo, la tecnología enfrenta su propios problemas de credibilidad. Google y otras fueron señaladas por los políticos como evasoras de impuestos y se avergüenzan de las revelaciones sobre las actividades de inteligencia de la Agencia de Seguridad Nacional. Las empresas que prometen liberación a través de la tecnología se han convertido en conductos de la vigilancia gubernamental.
Todavía tiene más atractivo popular un multimillonario del sector vestido con un buzo con capucha que un ejecutivo de mediana edad en traje. En una encuesta mundial que anualmente realiza Edelman, el 79% de los consultados dice confiar en las compañías tecnológicas, comparado con el 59% de respaldo que recibieron los grupos energéticos y 51% los bancos.
Eso los ayudó a conseguir lo que querían de los gobiernos. Las tecnológicas y los capitalistas de riesgo montaron una rápida campaña en rechazo a la legislación propuesta en Estados Unidos para limitar la violación a los derechos intelectuales en 2012. Un levantamiento popular derrotó a las firmas cinematográficas y sellos discográficos que apoyaban la ley.
No importa lo inverosímil que sea, pero esta sensación de posibilidad tiene un mayor atractivo romántico que el interminable debate sobre el viejo orden.
El peligro para las empresas que confían en el consenso de Davos está en el hábito de volverse en contra de ellas mismas. En la encuesta de Edelman, la gente confía más en las compañías que en los gobiernos, pero muchos todavía quieren una mayor regulación de los negocios.
El descontento popular inicialmente se centró en los bancos después de la crisis de 2008 pero terminó siendo contagioso.
No queda claro porqué el sector privado debería estar a la defensiva. Pocas industrias fueron rescatadas como los bancos o disfrutan de la misma red de seguridad. Los consumidores golpeados por la recesión no quieren aumentos de precios pero esas presiones serán suavizadas con el regreso del crecimiento.
A medida que la economía mundial se recupera, el futuro está abierto. ¿Las empresas seguirán el sendero de los bancos, inmersos en disputas regulatorias y políticas, o elegirían el sendero de la tecnología, que podría ofrecer una vida mejor?
Una lección a aprender de Silicon Valley es que hay que hablar directamente con los consumidores y no simplemente con políticos o con la “sociedad civil”. Si la gente piensa que está haciendo algo valioso, el consenso de Davos llegará. Es momento de salir más.