Estamos ante una generación de jóvenes completamente centrados en la compra de gadgets electrónicos de todo tipo, pero que bajo ningún concepto se plantean nada parecido a arreglarlos cuando se estropean, sino simplemente sustituirlos.
Por Enrique Dans, profesor de Sistemas de Información en el IE Business School.
Interesante debate propuesto por Danielle George, profesora de ingeniería de radiofrecuencia en la Universidad de Manchester, que se plantea el problema de una generación de jóvenes completamente centrados en la compra de gadgets electrónicos de todo tipo, pero que bajo ningún concepto se plantean nada parecido a arreglarlos cuando se estropean, sino simplemente sustituirlos. De alguna manera, esperamos que “todo funcione”, y no sabemos hacer absolutamente nada cuando no lo hace. La cultura de la reparación, o incluso del simple hack casero para prolongar la vida útil de algo o para solucionar un problema sencillo, parece estar perdiéndose a gran velocidad.
Por un lado, una dinámica de innovación absolutamente acelerada que implica que, en muchos casos, cuando un gadget se estropea tras un cierto tiempo de uso, es considerado directamente obsoleto por la existencia de otros en el mercado con prestaciones intrínsecamente superiores, y sujeto a una percepción que mezcla lo deseable de esas nuevas prestaciones con valoraciones relacionadas con el atractivo del consumo e incluso las connotaciones de industrias como la moda: quien mantiene un gadget viejo durante mucho tiempo se ve como “inferior” ante quienes tienen la última versión del mismo o un modelo más reciente. Nunca en la historia hemos vivido industrias sujetas a semejante velocidad de innovación: las generaciones anteriores podían plantearse utilizar prácticamente cualquier objeto durante plazos de tiempo muy superiores, algo que afecta absolutamente a todo, desde la electrónica hasta la ropa.
Por otro, una falta de desarrollo de las habilidades necesarias para plantearse arreglar nada, una carencia que no es en absoluto exclusiva de la generación de jóvenes actuales, sino que se extiende a varias anteriores. En general, cualquiera que tenga visibilidad sobre varias generaciones anteriores, observará que cuanto más retrocedemos en el tiempo, más desarrolladas estaban las habilidades para reparar prácticamente cualquier cosa. Por un lado, una obvia cuestión de renta disponible: nada aguza más el ingenio que la necesidad, algo que podemos plantearnos tanto con el ejemplo de los automóviles norteamericanos parcheados y arreglados de cien mil creativas maneras en la Cuba sometida al bloqueo comercial como con el de mi abuela y sus muchos recursos para arreglar la ropa que se iba desgastando. Pero por otro, un menos interés por el desarrollo de esas habilidades: si en muchos casos ya no cosemos ni casi clavamos un clavo, ¿cómo esperar que saquemos un destornillador para abrir un gadget de cualquier tipo y usemos un soldador para sustituir la pieza estropeada? Del mismo modo que dejamos de abrir la cubierta de los motores de nuestros automóviles y perdimos la habilidad para identificar sus averías, dejamos de desarrollar todo aquello relacionado con los componentes de todo el resto de los aparatos que utilizamos. Un teléfono móvil contiene infinidad de componentes que podrían ser reutilizados de mil maneras diferentes, pero salvo el minoritario segmento de los llamados makers, nadie se plantea abrirlos y curiosear lo que hay dentro, y mucho menos arreglarlos si se estropean. Cuando algo falla, se lleva al lugar donde se adquirió si está en garantía, o simplemente se sustituye sin más.
Finalmente, el propio diseño de muchos aparatos, que tratan precisamente de hacer más difícil, cuando no directamente imposible, la posibilidad de abrirlos o de sustituir sus componentes. Muchos fabricantes han incorporado procesos de fabricación que incluyen múltiples capas, soldaduras que impiden la sustitución de piezas, o procesos de sellado de componentes que impiden o dificultan enormemente el acceso a los mismos, en parte por optimización de su fabricación, pero también llevados, seguramente, por el interés en reducir la vida útil de sus productos y promover un ciclo de sustitución más rápido.
¿Cuánto perdemos con una cultura de este tipo, entre la pérdida de habilidades y cuestiones de calado más amplio, como la eficiencia o la sostenibilidad ambiental? Generacionalmente, la deriva me parece enormemente acusada, y sin duda, progresiva: yo definitivamente sé arreglar menos cosas que las que podría arreglar mi padre, y las que me podría plantear arreglar, a mi hija es que ni se le pasa por la imaginación. Más por un tema de curiosidad e inquietud que por otra cosa, tiendo a recuperar algunos componentes de gadgets o de juguetes cuando se estropean, o en ocasiones, incluso cuando los encuentro en la basura… y mi familia me mira casi como si estuviera loco: decididamente, hablamos de una inquietud que, salvo por el refrescante y sin duda interesante segmento de los ya citados makers, se está perdiendo. Pero tampoco creo que sea un problema de la generación actual: es, en mi opinión, algo que viene de muchos años atrás. Y que incluso aunque lleguemos a plantearnos, va a costar recuperar.