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¿Nuestra identidad en la red es virtual? ¿O es real? Se ha criticado mucho que internet favorece la construcción de falsas imágenes de uno mismo, pero, al fin y al cabo, ¿no intentamos siempre mostrar nuestra mejor imagen en todos los ámbitos? Se pregunta Luis Muiño en Magazine de la Vanguardia.
SOMOS-MISMOS-EN-INTERNET
Es más, hay ya muchas investigaciones que indican que ni siquiera en la red podemos disimular los rasgos de la personalidad.

A principios de los años ochenta Sherry Turkle, psicóloga del mítico Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), navegaba por el ciberespacio tratando de conocer personas que vivieran una vida paralela en internet. En el libro que publicó con sus investigaciones, La vida en la pantalla: la construcción de la identidad en la era de internet, contaba una inquietante anécdota. Turkle tropezó con una persona que le llamó la atención y con la que estuvo hablando diariamente durante varias semanas. Lo que más impactó a la psicóloga es que la interlocutora en cuestión afirmaba ser… Sherry Turkle.

A medida que fueron intimando, este individuo (¿hombre? ¿mujer?) le contó más cosas acerca de sí mismo. Le dijo, por ejemplo, que era una investigadora que trabajaba en el MIT centrada –por supuesto– en el tema de la identidad en internet. La perplejidad de la verdadera Turkle fue en aumento al descubrir que esta persona se sabía mejor su vida que ella misma. Le contó –como propios– datos de la biografía de la psicóloga que esta había olvidado. Y además era mucho más coherente en sus opiniones sobre temas en los que la investigadora cambiaba de opinión continuamente. De hecho, se dio cuenta de que su clon era mejor haciendo de ella cuando le contó lo indignado que se había sentido al encontrarse a otras personas en internet afirmando que eran la doctora Turkle. Al final, concluyó que su suplantador era mejor candidato a la identidad de Sherry Turkle.

Han transcurrido más de tres décadas desde esta estimulante conversación que aún hoy suena a una mezcla de película de ciencia ficción y comedia de los hermanos Marx, recuerda Luis Muiño en Magazine de la Vanguardia.

El episodio demuestra que la famosa frase de Oscar Wilde de “sé tú mismo: todos los demás puestos están ya ocupados” es ingeniosa, pero cuestionable. La personalidad es dinámica y evanescente, y no están claras las fronteras entre nuestro puesto y el de otras personas.
Pero cuando se habla de la consistencia de nuestra identidad digital, seguimos creyendo en cuentos de hadas, príncipes y villanos. Miles de artículos dedicados a este tema utilizan términos que cuestionan nuestra forma de ser en internet porque no es “auténtica”. Se habla de “falsa imagen” para referirse a lo que contamos de nosotros mismos, se califica de “pornografía emocional” al hecho de manifestar emociones en red o de “amor virtual” (en el sentido de fantasioso e inconsistente) a hablar de los lazos amorosos on line.

Pero esta forma de denigrar la comunicación en la red es ilusa porque mitifica nuestra forma de relacionarnos cara a cara. Criticar internet porque en la red sólo contamos lo mejor de nosotros mismos supone afirmar implícitamente que ese fenómeno no sucede en otros ámbitos. Pero esa idílica idea choca contra todos los datos de la investigación psicológica. Los seres humanos siempre seleccionamos lo que mostramos a los demás y hacemos esfuerzos continuos para ocultar lo que no nos gusta de nosotros mismos.

Es el fenómeno que describió el psiquiatra Eric Berne en su libro ¿Qué dice usted después de decir hola? Los seres humanos construimos un modo de presentarnos ante los demás, un papel que reúne los aspectos de nosotros mismos de los que nos sentimos más orgullosos. Representamos ese rol con todas nuestras fuerzas en los primeros momentos de las relaciones y después intentamos mantenerlo en la medida de lo posible. Ocurre en internet… y en cualquier otra forma de trato humano.

¿Por qué nos descoloca entonces la simulación on line? Vivimos una época de cambio, y no es fácil encontrar nuevas normas de seguridad. Los antiguos métodos para saber si podemos confiar en los otros no funcionan en la red. Pero aun así, la mayoría de las personas (los que no hemos vivido nuestra juventud en la era digital) seguimos aferrados a los viejos patrones de detección de la mentira. Echamos de menos el contacto cara a cara porque creemos que en esa situación captaríamos mejor la personalidad de nuestro interlocutor. O nos descoloca que no haya personas en común (amigos o familia) con la persona con la que chateamos porque pensamos que eso nos resta información.

Pero en realidad había miles de investigaciones que mostraban que esas estrategias antiguas no funcionaban, sólo servían para tranquilizarnos y darnos una falsa sensación de control. Por citar un ámbito, las investigaciones desmienten la utilidad de la comunicación no verbal (gestos, miradas, acercamientos y alejamientos…) a la hora de saber si alguien falsea su personalidad. Jaume Massip, de la facultad de Psicología de la Universidad de Salamanca, por ejemplo, escribió en el año 2005 un artículo que titulaba: “¿Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo?” en el que recopilaba experimentos sobre el tema. Su conclusión era que la precisión humana para juzgar correctamente una declaración cara a cara está en torno al 55%. Es decir: de cada cien afirmaciones de otras personas, acertamos 55 y fallamos 45. Más o menos como si juzgáramos al azar.
Lo mismo sucedía con la eficacia de la red de contactos comunes. Conocer a la familia (el famoso “¿y tú de quién eres?” de los pueblos) o tener amigos compartidos no garantiza la honestidad. De hecho, ha sido la tarjeta de presentación preferida de todos los asesinos y estafadores de la historia. Todas las personas tóxicas que han entrado en nuestra vida lo han hecho a partir de referencias de ese tipo.

Deberíamos despojarnos de inútiles prejuicios que sólo sirven para darnos seguridad. Pero el problema es la incertidumbre que crea salir de esa zona de confort. No es fácil aceptar que no se puede conocer a la persona con la que se está hablando. Por suerte, aquí la ciencia aporta noticias optimistas.

Los experimentos reseñados hasta aquí se refieren a aspectos superficiales de nuestra forma de ser. Podemos falsear (en internet o en cualquier otro modo de comunicación) rasgos externos. Pero no nuestra personalidad profunda. Un ejemplo: los manipuladores (psicópatas, maltratadores, narcisistas) pueden engañar a cualquiera con su encanto superficial, pero no consiguen disimular su falta de tolerancia a la frustración, su impulsividad y su dificultad para el autocontrol o su adicción a la tensión interpersonal. El psicólogo Robert Hare tiene experimentos que demuestran que en una sola interacción las personas perciben esos rasgos peligrosos aunque se dejen embaucar por la galantería y la amabilidad externa.

En internet sucede lo mismo. No podemos simular el núcleo central de nuestra personalidad. Aunque alguien cuelgue en Facebook o Instagram un montón de fotos de sus –supuestamente– idílicas vacaciones, podemos darnos cuenta de que es un adicto al trabajo incapaz de disfrutar de actividades hedónicas. Un twistar con cientos de miles de seguidores tampoco puede ocultar su dificultad para mantener relaciones de amistad duraderas. Y el hecho de postear fotos con frases cliché sobre el amor no va a conseguir disimular por mucho tiempo a un maltratador psicológico.
Hay experimentos sobre comunicación on line que confirman este fenómeno. La conclusión general de estas investigaciones es que ciertos rasgos se manifiestan en patrones inconscientes on line que no podemos controlar. Es lo que refleja, por ejemplo, un estudio publicado el pasado junio en el Journal of Personality and Social Psychology. En él, un equipo de investigadores de la Universidad de Pensilvania analizó datos de más de 60.000 usuarios de Facebook. Los científicos tuvieron que salvar la dificultad de encontrar etiquetas psicológicas “maduras” para palabras como “LOL”, puntuaciones repetidas (“!!!!¨¨) y emoticonos diversos usados en abundancia por los sujetos experimentales, chavales de una edad media de en torno a los 23 años.

Pero una vez salvados estos obstáculos, consiguieron datos que mostraban que la personalidad profunda se refleja de la misma manera en internet que en cualquier medio de comunicación. Por ejemplo: las personas más extrovertidas manifiestan ese rasgo por el uso frecuente de frases de emocionalidad positiva (“Estoy feliz”, “Fiesta”, “Disfrutando a tope”, “Amor”…) Los introvertidos, en cambio, eran más dados a la utilización de frases que incluyen “No” (algo que se comprueba en otros ámbitos). También encontraron correlaciones entre puntuaciones altas en narcisismo y el uso frecuente de la primera persona (“yo”, “mi”, “mío”,…) en redes sociales. Los participantes que puntúan alto en “apertura a la experiencia” hablaban más de cambios vitales y menos de sus rutinas. Y aquellos para los que es importante la “deseabilidad social” (tendencia a agradar a los demás) hablan mucho más con frases que incluyen palabras como “familia”, “hermoso”, “amigos”…

Estudios como este pueden servir para tranquilizarnos. Volviendo a la anécdota inicial, Sherry Turkle recordaba cómo salió de su perplejidad por asistir al robo de su identidad cuando comprobó que su doble era “demasiado perfecto”. No poseía su “tendencia a meter la pata” (característica de las personas más impulsivas) y su “extravagancia” (un rasgo típico de las personas con poca necesidad de deseabilidad social). En suma: simulaba muy bien el yo superficial de la doctora, pero carecía de las aristas que daban consistencia a su yo profundo”.

En internet, como en cualquier otro ámbito humano, mentimos acerca de nosotros mismos, no tanto en lo que decimos como en lo que no decimos. Mostramos las islas concretas de nuestro yo que queremos enseñar. Pero la verdadera personalidad no se encuentra en esos trozos de tierra: es, más bien, como un mar al que no podemos poner esclusas. Y al final es imposible simular porque no hay forma de evitar que las otras personas sepan quiénes somos realmente.