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Hace treinta años que comenzó a comercializarse el mítico Commodore 64, el ordenador personal que lo cambió todo.

«Hago ordenadores para las masas, no para las élites», le espetó un día de finales de 1982 Jack Tramiel a un grupo de jóvenes arrogantes que pocos años atrás habían fundado Apple. Él, un tipo que jamás había pisado el campus de ninguna de las prestigiosas universidades de la Ivy League, alardeaba orgulloso de que su criatura, el Commodore 64, se había convertido en líder de ventas del incipiente mercado informático, consiguiendo llevar las nuevas tecnologías a todos los rincones del planeta, reseña Oriol Rodriguez en Esquire.

«En 1944 entré en Auschwitz junto a 10.000 personas. Al terminar la guerra, sobrevivieron 60 y yo era uno de ellos», recordaba Tramiel poco después. «Tras aquello, nada de lo que me ha ocurrido en la vida puede ser calificado de difícil».

Nacido el 13 de diciembre de 1928 en Lódz, tercera ciudad de Polonia y hogar de personajes como Max Factor, el hombre que revolucionó el mundo de la cosmética, o del genial cineasta Roman Polanski. De origen judío, cuando las tropas nazis invadieron su país en 1939, fue confinado al gueto. Recluido, trabajó en una fábrica textil hasta que fue deportado a Auschwitz. Rememoraba Tramiel que fue el mismísimo Dr. Mengele (el Ángel de la muerte) quien, tras examinarlo, certificó su traslado al campo de trabajo de Ahlem, cerca de Hannover. Fue allí donde, ya en los estertores de la II Guerra Mundial, fue liberado por la 84ª División de Infantería del Ejército de los EEUU.

La tierra de los sueños
Jack Tramiel conducía su taxi por el Bronx cuando de repente se fijó en un pequeño y desvencijado local en alquiler. Aparcó, echó un vistazo al establecimiento y se decidió: allí era donde iba a abrir su propio negocio. Tramiel había llegado a EE UU en 1947 enrolado en el Ejército norteamericano. Al principio, su intención, como declaró en infinidad de ocasiones, no iba más allá de aprender inglés. Lejos de conflictos y trincheras, aquel tipo de sonrisa perenne y mirada ávida se dedicó a reparar las máquinas de escribir del viejo Tío Sam. Tiempo después, ya licenciado, Tramiel se puso al volante de aquel destartalado taxi hasta aquella mañana de 1953. Estando en la tierra de las oportunidades, echó mano de la experiencia adquirida en el cuartel y de sus derechos como antiguo miembro del ejército, y solicitó un préstamo de 25.000 dólares con los que iniciar su modesta tienda de reparación de material de oficina. Ahora tan sólo le faltaba dar con un nombre para su negocio. Tal vez por agradecimiento, quería un apelativo que tuviera resonancias castrenses: ¿Almirante? Ya estaba cogido. ¿General? También. Sí, su empresa iba a llamarse Commodore… [Comodoro, mando de la Marina Mercante]. Más en concreto, Commodore Portable Typewriter.

64KB-COMMODORE

Emprendedor, pronto se le quedó pequeño eso de arreglar las máquinas de escribir del vecindario. Ya puestos, ¿por qué no ampliar el negocio importando esos teclados de tan buena calidad fabricados en Checoslovaquia? El problema era que el Pacto de Varsovia impedía importar directamente productos facturados en los países del Bloque del Este. La solución, trasladar su empresa a Canadá. Fue así como en 1955 nacía en Toronto Commodore Business. Pero no todo iba a resultar tan fácil, ya que por entonces comenzaron a llegar al mercado yankee las máquinas de escribir niponas, mucho más económicas que los artilugios checoslovacos.

Picado en su orgullo, Tramiel viajó hasta Japón para averiguar cómo se las ingeniaban para fabricar un producto de calidad aceptable a un precio tan ajustado. Sin embargo, lo que iba a descubrir en el país del Sol Naciente sería su próximo negocio: las calculadoras digitales. Asociándose con la empresa Bowmar, responsable de la fabricación de las pantallas de LED, y con Texas Instruments, que se encargaría de la facturación de circuitos integrales, Commodore se lanzó al universo de la computación digital. Todo iba perfectamente hasta que, percatándose de las grandes posibilidades de negocio, TI rompió su pacto con Commodore para fundar su propia línea de calculadoras. Ante la imposibilidad de competir con su viejo aliado, Tramiel se encontró al borde del abismo. Fue la visión de futuro de su diseñador jefe, Chuck Peddle, lo que salvó la empresa. «¿Y por qué no nos dedicamos a los ordenadores personales?», le sugirió su hombre de confianza.

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